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Integración positiva

Integración positiva

Que el ser humano está en constante evolución es ya un hecho indiscutible. Las mentes más sabias de nuestro mundo coinciden en afirmar que las nuevas generaciones presentan una adaptación mayor al mundo en el que vienen a aparecer.

Muchas teorías adornan esta afirmación justificando el hecho en sí como el inevitable resultado de un proceso de selección natural, y lógica configuración, del ser humano como elemento adaptativo al medio.

Sin embargo, la selección natural tantas veces aducida por la ciencia como modelo confluyente de cualquier atisbo de coherencia en el sentido de nuestra existencia, hace ya mucho tiempo que dejó de operar en el modelo en el que nos hemos apoyado a lo largo de tantos y tantos siglos de progreso.

La dirección de nuestra evolución estaba antes marcada por necesidades de subsistencia, de perpetuar la especie frente a las inclemencias de una naturaleza no siempre bondadosa con la especie. Necesitábamos dejar de ser cazados para convertirnos en cazadores, dejar de sufrir enfermedades para utilizarlas voluntariamente o involuntariamente como un instrumento de dominio. Era preciso contener el agua, controlar la tierra, manejar los ríos y mareas aplicando medidas de prevención oportunas a los posibles desastres asoladores de nuestras ciudades.

En definitiva, el ser humano tenía que progresar, prosperar en la dirección absoluta del dominio completo sobre el medio en el que su vida iba a desarrollarse.

Esta carrera para situarnos en lo más alto de la cadena evolutiva, en lo más alto de las especies, tenía una finalidad de protección de lo que denominamos humano, de lo que contiene en última esencia la capacidad evolutiva de la conciencia que impregna todo el universo.

Para lograr esta supremacía no era necesario agotar, fundir, acabar con todo aquello que nos mostrase oposición. Este recurso del hombre para, no sólo evitar o prevenir, sino erradicar por completo cualquier posible problema futuro, parece enquistado en nuestra genética.

Llevamos en guerra desde el comienzo de nuestra génesis. Todo ha sido guerra por imponer una idea por encima de todo y de todos. Esta idea de supervivencia estaba vinculada directamente a esa selección natural a la que nos referíamos anteriormente.

Sin embargo, cuando el objetivo de la supervivencia está en muchos modelos sociales más que superado, nos encontramos con que otros intereses, de otro orden, dictan la dirección de esta evolución natural del hombre. Ahora somos personas tecnológicamente evolutivas. Nuestra superioridad se basa desde el comienzo de los tiempos en nuestra capacidad para administrar las ideas capaces de generar tecnología. Desde el cuchillo o la lanza al moderno ordenador, todos los instrumentos capaces de mostrar una utilidad a nuestra funcionalidad social son y serán diseñados y fabricados para que nuestra complejidad en este entorno continúe evolucionando.

Esta tecnología marcó desde el comienzo de los tiempos no solo una diferencia entre el ser humano y las diferentes especies, también creo diferencias entre los propios grupos que luchaban por preservar sus costumbres, tierras y posesiones. Mucho ha tenido que llover hasta que lleguemos a una estructura social legislada y controlada en la que la educación y los derechos humanos comienzan a emerger como brotes reales del siguiente paso que debemos dar.

Nuestra evolución tecnológica ha arrasado literalmente todos los aspectos sutiles de nuestra sociedad transformando e injustificando visiones tan aparentemente anacrónicas como la religión o las humanidades. Hemos evolucionado con un error que continúa perpetuándose en el tiempo, un error fatal que podemos y debemos corregir.

Aceptar la creencia popular sobre la existencia de Dios, entender el sentido de nuestra existencia y sobre todo, si me lo permite Milan Kundera, reconocer nuestra insoportable levedad, no son más que tareas pendientes que la tecnología nos promete resolver. Para llegar a hacerlo establece una exploración a lo más profundo de la materia y otra a lo más lejano del universo, olvidando que ambos extremos están naturalmente blindados a nuestra intervención consciente.

La intención de este artículo no es la de criticar a la tecnología pensando que los tiempos pasados fueron mejores. Esa afirmación no tiene la más mínima base lógica si tiramos particularmente de historia. Sin embargo, al evolucionar hacia la tecnología descartando nuestras etapas evolutivas anteriores caemos en el error de perder las referencias que nos han conformado como lo que somos. Entre estas referencias podemos citar a la guerra por la supervivencia, la mitología que registraba un simbolismo inaprensible o a la religión con su intento de organizar las ideas o iluminaciones de la vanguardia de la experimentación de la conciencia.

El ser humano es realmente un proceso evolutivo de lo más burdo a lo más sutil. Ya no matamos a nuestros opositores, dialogamos y llegamos a acuerdos que nos permiten colaborar desde puntos de vista diferentes para encontrar lo que nos proyecta a un futuro compartido. Nos encontramos en un momento de nuestra historia en el que debemos reflexionar sobre nuestra capacidad real de integrar todos los elementos que nos han traído hasta aquí, y dejar que ellos a su vez se impregnen de lo mucho que tiene que decir a partir de ahora nuestra evolución tecnológica.

Si aplicamos tan sólo las transformaciones que la tecnología pura y dura nos propone nos encontraremos con un panorama en el que realmente vale todo en pos de esta evolución. Comenzaremos a hacer experimentaciones que descarten al individuo como final receptor del producto de la investigación.

El ser humano debe trabajar y evolucionar para ser realmente humano, consciente de su responsabilidad para con el  planeta y las restantes especies que lo pueblan. Consciente de su espiritualidad para no descartar una vida sin un sentido sutil como el que nos proponen las culturas más espirituales.

Sentirnos los hermanos mayores de la tierra exige una madurez que no puede basarse en el dinero, el poder o la posición social. Necesitamos una madurez real que nos permita, como sociedad, reenfocar el objetivo de nuestro esfuerzo vital, cuidando realmente de nuestros ancianos sin perjuicio de prolongar la vida y su calidad tanto como nuestra tecnología nos lo permita. Una sociedad consciente de la importancia de una educación abierta y analizada constantemente sin fines dogmáticos sino la esperanza de un pensamiento libre y equilibrado. Es ahora más que nunca cuando debemos transmitir los valores que hacen que no seamos simples bestias que se levantaron del barro para arrasar todo lo que tienen a su alrededor, incluyendo estos extremos los límites del universo y las recónditas oscuridades de la materia.

No podemos dejar que el ritmo que esta tecnología imprime a nuestra sociedad altere el ritmo natural al que debe avanzar nuestra transformación natural y nuestros valores humanos y trascendentes. La tecnología no es el fin, es un medio que debe ayudarnos a posicionar nuestra conciencia en lo más alto de su potencial. Para ello debemos ir progresivamente volcando el esfuerzo físico laboral en máquinas que nos permitan dedicarnos al cultivo de la vida, al desarrollo del amor y la voluntad espiritual de trascender sin descartar nada de lo que somos ni nada de lo que fuimos, de todo ello dependerá en definitiva lo que seremos.

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