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¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

 

¿Qué queremos realmente cuando inscribimos a nuestros vástagos en una escuela de artes marciales?

Los motivos son muy diversos. En nuestra experiencia como escuela infantil nos hemos encontrado de todo. Desde el típico padre que quiere que su hijo sepa defenderse, hasta el que, incapaz de mantener una mínima autoridad sobre su descendencia, decide transferirla a un entorno de disciplina como le corresponde al entorno de nuestras escuelas.

Estas motivaciones, completamente lícitas, ponen de manifiesto que hasta cierto punto se desconoce realmente el sentido y finalidad de un entrenamiento como el que hacemos.

Hemos sido testigos y cómplices absolutos de haber deportivizado las artes marciales para, sin darnos cuenta, enturbiar el verdadero sentido de la práctica, cubriendo de objetivos de gloria y reconocimiento popular lo que es en definitiva un ejercicio profundo enfocado a lo más interno del individuo.

Las fases de la vida son concéntricas. Me explico. Nuestras primeras etapas vitales se centran en la exploración y comprensión de todo aquello que nos rodea. Al llegar a la edad adulta, con una información general óptima de nuestro entorno, sea social, familiar, cultural o cualquier otro que queramos citar, utilizamos esos datos para explorar nuestro espacio personal dentro del grupo, para comprender y desarrollar nuestras afinidades y descubrir nuestro ser más profundo, un ser que emerge de toda esta amalgama de conocimientos mezclada con lo que en esencia somos, con nuestro espíritu.

Diferenciar lo adquirido de lo natural es relativamente fácil en las primeras etapas de la vida, no tanto cuando los años se nos echan encima y llegamos a perdernos en nuestros propios personajes.

A las artes marciales en general le ha ocurrido algo terrible desde el punto de vista de su sentido interno más profundo. En primer lugar se las ha confundido con modalidades deportivas cuyo objetivo primordial es el entorno competitivo. Es cierto que adornado de mensajes subliminales sobre el discurso de valores del deporte: «la camaradería», «lo importante no es ganar es participar», y mil y una frases más para enmascarar su verdadero sentido, que no parece ser otro que el de acostumbrarnos progresivamente a luchar por alcanzar metas venciendo a otros individualmente o en grupo.

Esta no es la visión real de las artes marciales. El objetivo no es vencer a nadie más que a nosotros mismos y hacerlo desde el esfuerzo, la dedicación, el estudio, la superación, el aprendizaje y el desarrollo de valores de gran calado social aunque muy poco valorados.

Al deportivizar el arte estamos construyendo una aberración en la que los egos campan a sus anchas para aumentar o disminuir el valor personal de aquellos que no llegan al máximo de su conjunto. No me imagino una competición de pintores intentando ver quién termina antes de pintar un cuadro o quién alcanza el grado de coloración más apropiado para la imagen representada. Es cierto que muchos pensarán que esta comparación no es muy acertada, pero no debemos olvidar que cuando nos estamos refiriendo a arte, otros elementos mucho más importantes que la competitividad entran en juego.

Es cierto que la sociedad nos pone por delante siempre entornos de competencia. Lo aceptamos, somos demasiados para que todos podamos entrar en algún sitio en primer lugar. Pero este entorno no debe gestionarse desde la lucha por entrar antes que nadie. Tendría que poderse abordar desde la lucha por ceder el paso a los menos favorecidos, por disponer del tiempo y la paciencia necesaria para entrar cuando podamos o, por supuesto, para que el colectivo dejase de premiar a aquellos «listos» que saben saltarse su turno para llegar antes que los demás.

La típica expresión de «tu hijo es un máquina», abala lo que digo en detrimento de la otra más apropiada de «tu hijo es un artista». Las artes marciales van de eso. No de máquinas que ganan a los demás, van de artistas que interpretan la vida desde las propuestas que el arte les hace como medio de expresión.

Nos motiva darles elementos de fuerza, de seguridad o de autonomía a nuestros hijos. Pero para hacer esto debemos poner el foco en su edad adulta y aceptar las fases de evolución por las que el pequeño deberá pasar hasta convertirse en un adulto firme, sereno, capaz y seguro. La seguridad en la infancia no debe proporcionarlas un arte forzado, adelantado de tiempo y de cargas. La seguridad debemos proporcionarla los adultos siendo capaces de crear entornos seguros para nuestros hijos, mecanismos que les permitan crecer tranquilamente desarrollando sus capacidades y creciendo en los valores que nuestras artes intentan transmitir.

Un niño de 5 años no debería necesitar defenderse. Tiene que hacerlo cuando nosotros no estamos, cuando él tiene que asumir esta responsabilidad de la autodefensa que le correspondería de forma natural a su tutor, a sus padres, a sus profesores o a la sociedad  en su conjunto que debería proteger este tesoro de nuestro futuro. Quizá el primer paso es que estemos más y seguir con la vigilancia de que quien debe cuidar de ellos lo hace realmente. Esto no solo debería ser una petición, debería ser una exigencia incuestionable.

El aprendizaje de las artes marciales no es una carrera de objetivos. Es un camino que se debe transitar en la medida en la que el individuo ha madurado lo suficiente como para apreciar y comprender aquello que está adquiriendo. No debemos exigir medallas o logros deportivos a personas que se están formando en la coherencia, el respeto, la colaboración y la humanidad, una palabra en bastante desuso últimamente.

Nuestros hijos pueden crecer en un entorno marcial desarrollando juegos de lucha, mejorando sus reflejos, su agilidad, su capacidad de moverse, de concentrarse o de superarse. También pueden encontrarse con almas afines y descubrir el placer de la cordialidad, la espera, la cesión y la entrega de aquello que nos es valioso.

La generosidad es uno de los pilares de nuestra práctica. Comienza por la generosa transferencia de autoridad de los padres a los profesores que toman el testigo de aportar a la vida de los pequeños todo aquello que en otros estratos de la sociedad se va perdiendo. Continúa con el generoso acto de compartir conocimientos que se establece entre el profesor y el alumno, en un camino bidireccional que le permite al maestro recordar la pureza de nuestros corazones antes de ser corrompidos por una sociedad injusta y con muchos problemas por resolver. Se mantiene con la generosa ayuda de los alumnos más avanzados a los más nuevos en la práctica. La entrega de los fajines cumplidos a los nuevos aspirantes a un grado es una muestra de este gesto que nos enseña a dar antes que a quitar. Que nos enseña a pedir antes de exigir y que nos muestra el camino para hacerlo creando un placer interior en ese acto.

Cuando dejamos a nuestros hijos en manos de un profesor o Maestro de artes marciales, le estamos confiando posiblemente lo más importante que podemos aportar a este mundo. Le conferimos la oportunidad de volcar luz en los que serán los guías del mañana, los que harán la humanidad que todos esperamos. No debemos esperar grandes exhibiciones de habilidad en cortos periodos de tiempo. Cada edad tiene un rango de posibilidades que tanto el maestro como el alumno deben explorar juntos para crecer juntos. Los premios de nuestros hijos, sus copas y sus medallas, deben ser las sonrisas felices de haber disfrutado durante una sesión de entrenamiento con sudor, esfuerzo, determinación y placer por comprender el potencial de lucha que tienen. A veces la vida nos permite fugarnos, salir corriendo, y eso es lícito en un montón de situaciones. Otras, cuando las calles no tienen salida, cuando los ángulos de fuga se han terminado, hay que disponerse a luchar. Ese es el adiestramiento marcial, desarrollar la capacidad de correr cuando se pueda y de luchar cuando no haya más remedio. Quizá ese momento no llegue nunca, pero en el camino de prepararse, de entrenar, de aprender, el alumno adquirirá los valores fundamentales de un ser humano capaz de dar y de luchar, capaz de correr o de quedarse cuando nadie se quede. Capaz sobre todas las cosas de comprender que sin esfuerzo es muy probable que sus sueños se queden solo en eso y que con la humildad firme y segura que le proporcionen sus años de entrenamiento, podrá abordar el proceso de conocerse a sí mismo sin personajes que le enturbien mentalmente la realidad de lo que es. No habrá entorno virtual que le confunda y no tendrá que probar nada ante nadie que el ya no sepa.

 Esa es la propuesta para los más pequeños, ayudarles a crecer en equilibrio, aportarle todo aquello que necesitarán en su edad adulta y transmitir a través de ellos los grandes valores que han permitido que la humanidad haya sobrevivido como conjunto en el que la esperanza debe seguir iluminando nuestro futuro.

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