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Desapego

Desapego

En este comienzo de septiembre siento la habitual música infantil del comienzo del curso escolar en mi ventana. Vivo cerca de un colegio que a veces pienso que puede tratarse de un lugar en el que se mata a los niños. Por supuesto estoy ironizando.

Los niños lloran, lloran amargamente cuando ven partir a sus padres como si los abandonaran en el desierto y los buitres estuviesen ya circunvolando el cielo esperando su merecida merienda infantil.

Estos gritos, estos llantos terroríficos y tantos padres retornando a sus trabajos con lágrimas en los ojos y con un sentimiento de culpabilidad latente nos pinta un panorama desolador en el que este momento increíblemente importante en la vida de cualquier persona se pinta de oscuridad, una oscuridad que se guardará en nuestro recuerdo hasta el fin de nuestras vidas.

Es difícil encontrar una solución directa para este problema. Los niños lloran porque es su forma de expresar el desconsuelo que sienten al ver que su padre o madre, sus protectores, la fuente de la que brota todo su sentido vital, se marchan dejándolos en otras manos. Otro mundo desconocido se aproxima y es algo aparentemente insoportable.

Cualquier padre que me esté leyendo sabrá a lo que me refiero. Por una parte nos encontramos con un sentimiento duro, contradictorio a nuestros principios morales de protección paternal o maternal. No queremos en realidad dejar a nuestros hijos, queremos que estén con nosotros. Y no queremos dejarlos porque en cualquier especie animal no se quiere dejar a los hijos hasta que no tienen la capacidad individual de valerse por sí mismos, quizá aquí puede estar el quid de la cuestión.

El ser humano no es solo un animal, es un animal social que ha sobrevivido gracias a su capacidad de contar con sus semejantes de una forma mucho más compleja y precisa que otras especies. Somos racionales, estratégicos y proyectados; somos animales que aprenden desde muy pronto una serie de valores en los que se enmarcará su acción vital el resto de sus días, con modificaciones progresivas que influirán en su discurrir y en su interpretación del sentido de su propia existencia. Nuestra complejidad nos pone ante este tipo de situaciones que contradicen el orden natural de las cosas.

No solo dejamos a nuestros hijos porque no podríamos ir a trabajar, los dejamos porque en la transferencia buscamos un entorno que les proporcione aquello que nosotros, por más formados que estemos, no podemos darles. Les ofrecemos un contacto con otros niños, les hacemos partícipes de un ambiente de estímulo al descubrimiento, un espacio en el que su interacción vigilada puede dar mucho de sí en su crecimiento mental, físico y emocional.

La calidad del profesorado, su profesionalidad, el entorno en el que se produce este proceso inicial de desapego, los colores, los otros niños y los otros padres tienen mucho que ver en la energía traumática que estamos generando habitualmente.

Quizá lo ideal sería tener en cuenta el nivel de autonomía natural de nuestros hijos y proceder a este proceso cuando este nivel de autonomía fuese óptimo. Esto no siempre puede ser así y nos tenemos que conformar con ceñirnos a programas generales estandarizados que no tienen en cuenta la particularidad de cada sujeto, la idiosincrasia individual del niño y su contexto.

Dado que conocemos el problema y dado que también sabemos cómo se va a producir la adaptación a un entorno externo al hogar de partida necesitamos prepararnos, y prepararlos, personalmente para que este proceso sea natural, pueda ser disfrutado por el niño y, en última instancia, tenga la absoluta conciencia real de que lo dejamos en breve lapso de tiempo para que disfrute de experiencias que nosotros no podemos darles. Esto requiere mostrarles elementos comparativos con la positividad que le permita sentir la experiencia sin un prejuicio negativo vinculado a su dependencia afectiva, física y mental de sus padres. También requiere que realicemos nuestro propio trabajo interior de confianza hacia la profesionalidad de sus nuevos tutores y del ambiente en el que lo dejamos. Esta confianza, no fé, debe nacer de un conocimiento exhaustivo del equipo docente, de la escuela, espacios, métodos y programación en la que nuestros pequeños desembarcan sin nosotros.

Por otra parte, sabernos imprescindibles para nuestros hijos es un sentimiento difícil de desarraigar. Debemos asumir con humildad que el mundo está lleno de personas complementarias a nuestra labor como padres, personas que se forman y que se educan interiormente para ofrecer la energía más pura en su labor profesional, con la conciencia de que están tratando con el futuro de una humanidad que no tiene muy claro a dónde va.

Toda la vida serán fases de un enorme proceso de individuación que no terminará hasta el final de nuestra vida. Compartir ese proceso en una relación sana con nuestros semejantes es una parte fundamental de toda la convivencia pacífica de nuestra especie. Quizá este primer momento, si las condiciones se han previsto con coherencia y preparado en su justa medida, pueda ser un recuerdo feliz en la memoria de las personas del mañana que podrán confiar en sus semejantes, valorar la felicidad del descubrimiento y reducir el miedo a lo desconocido cuando a lo que nos aproximamos es mostrado por otros mayores que nosotros y con más experiencia. Quizá el origen de la humildad natural del hombre dependa de que tengamos todos estos elementos en cuenta.

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