Blogia
Kan Li Think

Reflexiones mensuales

Siguiente ciclo de crecimiento

Siguiente ciclo de crecimiento

«No tengo fe en la perfectibilidad humana. Creo que el esfuerzo humano no va a tener un efecto apreciable sobre la humanidad. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más sabio, que lo que lo era 6000 años atrás»

Edgar Allan Poe

Retomamos nuestra producción de palabras en este espacio después del descanso que esta parte del año nos dedica. Un descanso que se convierte en otra forma diferente, obligatoria e inducida de estrés, preocupación, obligaciones y prisas.

Parece que los periodos finales de ciclo no llevan aparejada la necesaria o recomendable fase de reflexión sobre lo que cubrimos en el ciclo terminado. El mismo concepto de ciclo, en su propia esencia construida, nos habla de un principio y un final que vuelve inevitablemente a reproducirse hasta el final. Esta rutina, más amplia de las que percibimos en nuestra cotidianidad, con el paso de los años, se revela y nos muestra toda su compleja y asfixiante cadencia para hacernos ver, quizá ya tarde, que seguimos remando en círculos en nuestras pequeñas vidas.

Si dedicásemos esta parte final del año terminado a hacer reflexiones, recopilar ideas, extraer conclusiones, perfilar sentidos y apuntar a otros objetivos naturales más acordes a lo que hayamos descubierto de nosotros, quizá si hiciésemos ese pequeño esfuerzo final, podríamos comenzar el siguiente ciclo en el plano de crecimiento progresivo que nos corresponde como seres pensantes, conscientes y amantes.

Las religiones, el capital, la política y el trastorno social en el que vivimos, nos llenan de contenidos innecesarios estos momentos en los que comienza el recogimiento interior que el mismo clima nos invita a visitar.

Quizá esta forma de hacer las cosas al revés debería ser modificada por nuestra parte para adaptar nuestra singularidad existencial a una propuesta que está fuera de todo mensaje mesiánico o fatalista: comprender el sentido inmediato de nuestra existencia.

Somos, estamos, hemos llegado y dejaremos de ser, de estar para salir de este plano o difuminarnos en el sentido abstracto de un universo demasiado enorme y eterno para que accedamos a comprenderlo en términos binarios. Partir de nuestra inmediatez como eje de nuestras reflexiones personales nos permite ahondar en un ahora en el que sobran una gran parte de las complicaciones adquiridas por inducción. En esa inmediatez podemos entender que parte del proceso del que formamos parte nos exige esfuerzo, nos pide trabajo, nos alienta a un tipo de descubrimiento que necesariamente va a cumplir una función de perpetuación en una consciencia final universal. Esta visión como partículas participativas de un universo expansivo, infinito e indescifrable, nos empuja a entender los dos ejes fundamentales de nuestra existencia: conocer y legar. La propia genética humana cumple estas dos funciones en sus procesos autónomos autoconstructivos. Nos reproducimos y transmitimos en esa reproducción aspectos de nuestras propias modificaciones realizadas en nuestra tarea existencial. Vivimos para modificarnos y perfilar en la medida de lo posible nuestro intelecto, nuestra comprensión, nuestra fisiología, nuestra química, nuestra sociedad y todo aquello que  tiene algo que ver con nosotros.

Estas modificaciones son los frutos de nuestra increíble capacidad de adaptación. Esta adaptación, sumada a una selección natural que irá eliminando progresivamente de la ecuación a aquellos segmentos humanos que no llegan a los mínimos adaptativos comunicables, garantiza un canal generacional de comunicación de modificaciones adaptativas obligado a tener su correspondencia en las acciones de comunicación de nuestro conocimiento global adquirido.

El crecimiento exponencial de las ciencias, la tecnología en su conjunto, así como el resultado de miles de años de investigación humana, no puede desmerecerse en un intento casi constante de involucionar para recuperar una esencia primitiva que poco o nada tiene que ver con nuestra esencia natural. No nacimos perfectos como humanos, nacemos con unas pautas modificables a lo largo de la vida y es nuestra enorme responsabilidad transmitirlas interna y externamente a nuestra descendencia. Mejorar interiormente y mejorar exteriormente el entorno en el que vivimos es el eje del equilibrio de esta transmisión. El ser humano es una parte clave de esta construcción autónoma del universo. Los motivos generales, las causas, el sentido gigante de todo esto queda muy lejos de nuestras ocupaciones particulares, las que nos corresponden como piezas conscientes de todo este flujo de partículas a través del vacío del universo.

Por este motivo, reflexionar al final de nuestros ciclos anuales, aquellos en los que el sol y las estrellas nos marcan su principio y su final, se torna fundamental para ordenar y organizar nuestra información recibida, encontrar los elementos deficitarios personales sobre los que trabajar, proyectar nuestra participación activa en nuestro radio de acción para mejorar lo que nos rodea, sin perder de vista que una parte importante de nuestro potencial transformador radica en la radiación que nuestra propia transformación tiende a emitir.

Tenemos una misión casi sagrada en la educación de nuestros hijos, la transmisión de unos valores que les permitan a ellos, a su vez, reproducir esta tarea evolutiva con garantías de perpetuar el ascenso progresivo del concepto humano al espacio de implicación universal que le corresponde. La tecnología es un fragmento más de nuestro conocimiento que debe evolucionar para apoyar esta tendencia y esta misión. Internet es una herramienta fundamental para generar este flujo de conocimiento nacida de nuestra propia evolución y progresión como especie inteligente.

Todos los mecanismos de perfeccionamiento deben progresar para que en el futuro que no veremos, aquello que hicimos para propiciarlo, genere más luz que oscuridad con la absoluta convicción de que nuestras reflexiones anuales de perfeccionamiento y nuestro propósitos futuros ha contribuido lo suficiente en todo este maravilloso baile celestial.

Mejorar nuestra alimentación, ser más ecológicos y más lógicos en el esfuerzo que ponemos para organizar nuestras vidas, vivir más acorde a lo que la naturaleza nos propone, amar antes que odiar, crecer antes que estancarnos en los «yo soy así», conocer, estudiar, comprender y transmitir, despedir a la envidia y al rencor conscientes plenamente de su inutilidad, respetar, ser justos, ayudar, participar y tolerar como medida de apoyo a los que quieren crecer y no lo saben. Pasar a un plano de participación abandonando el plano posesivo que nos lleva a materializar como productos a aquellos que pueden colaborar con nosotros en esta fantástica oportunidad de construir la consciencia absoluta. Quizá esta pequeña lista de propósitos, fruto de esta reflexión que apuntaba antes, pueda convertirse en un motor personal que llene de sentido una vida que no puede sustentarse en las esperanzas de posesión o en la proyección de la existencia a otras vidas cuya realidad no sabemos a ciencia cierta.

Desapego

Desapego

En este comienzo de septiembre siento la habitual música infantil del comienzo del curso escolar en mi ventana. Vivo cerca de un colegio que a veces pienso que puede tratarse de un lugar en el que se mata a los niños. Por supuesto estoy ironizando.

Los niños lloran, lloran amargamente cuando ven partir a sus padres como si los abandonaran en el desierto y los buitres estuviesen ya circunvolando el cielo esperando su merecida merienda infantil.

Estos gritos, estos llantos terroríficos y tantos padres retornando a sus trabajos con lágrimas en los ojos y con un sentimiento de culpabilidad latente nos pinta un panorama desolador en el que este momento increíblemente importante en la vida de cualquier persona se pinta de oscuridad, una oscuridad que se guardará en nuestro recuerdo hasta el fin de nuestras vidas.

Es difícil encontrar una solución directa para este problema. Los niños lloran porque es su forma de expresar el desconsuelo que sienten al ver que su padre o madre, sus protectores, la fuente de la que brota todo su sentido vital, se marchan dejándolos en otras manos. Otro mundo desconocido se aproxima y es algo aparentemente insoportable.

Cualquier padre que me esté leyendo sabrá a lo que me refiero. Por una parte nos encontramos con un sentimiento duro, contradictorio a nuestros principios morales de protección paternal o maternal. No queremos en realidad dejar a nuestros hijos, queremos que estén con nosotros. Y no queremos dejarlos porque en cualquier especie animal no se quiere dejar a los hijos hasta que no tienen la capacidad individual de valerse por sí mismos, quizá aquí puede estar el quid de la cuestión.

El ser humano no es solo un animal, es un animal social que ha sobrevivido gracias a su capacidad de contar con sus semejantes de una forma mucho más compleja y precisa que otras especies. Somos racionales, estratégicos y proyectados; somos animales que aprenden desde muy pronto una serie de valores en los que se enmarcará su acción vital el resto de sus días, con modificaciones progresivas que influirán en su discurrir y en su interpretación del sentido de su propia existencia. Nuestra complejidad nos pone ante este tipo de situaciones que contradicen el orden natural de las cosas.

No solo dejamos a nuestros hijos porque no podríamos ir a trabajar, los dejamos porque en la transferencia buscamos un entorno que les proporcione aquello que nosotros, por más formados que estemos, no podemos darles. Les ofrecemos un contacto con otros niños, les hacemos partícipes de un ambiente de estímulo al descubrimiento, un espacio en el que su interacción vigilada puede dar mucho de sí en su crecimiento mental, físico y emocional.

La calidad del profesorado, su profesionalidad, el entorno en el que se produce este proceso inicial de desapego, los colores, los otros niños y los otros padres tienen mucho que ver en la energía traumática que estamos generando habitualmente.

Quizá lo ideal sería tener en cuenta el nivel de autonomía natural de nuestros hijos y proceder a este proceso cuando este nivel de autonomía fuese óptimo. Esto no siempre puede ser así y nos tenemos que conformar con ceñirnos a programas generales estandarizados que no tienen en cuenta la particularidad de cada sujeto, la idiosincrasia individual del niño y su contexto.

Dado que conocemos el problema y dado que también sabemos cómo se va a producir la adaptación a un entorno externo al hogar de partida necesitamos prepararnos, y prepararlos, personalmente para que este proceso sea natural, pueda ser disfrutado por el niño y, en última instancia, tenga la absoluta conciencia real de que lo dejamos en breve lapso de tiempo para que disfrute de experiencias que nosotros no podemos darles. Esto requiere mostrarles elementos comparativos con la positividad que le permita sentir la experiencia sin un prejuicio negativo vinculado a su dependencia afectiva, física y mental de sus padres. También requiere que realicemos nuestro propio trabajo interior de confianza hacia la profesionalidad de sus nuevos tutores y del ambiente en el que lo dejamos. Esta confianza, no fé, debe nacer de un conocimiento exhaustivo del equipo docente, de la escuela, espacios, métodos y programación en la que nuestros pequeños desembarcan sin nosotros.

Por otra parte, sabernos imprescindibles para nuestros hijos es un sentimiento difícil de desarraigar. Debemos asumir con humildad que el mundo está lleno de personas complementarias a nuestra labor como padres, personas que se forman y que se educan interiormente para ofrecer la energía más pura en su labor profesional, con la conciencia de que están tratando con el futuro de una humanidad que no tiene muy claro a dónde va.

Toda la vida serán fases de un enorme proceso de individuación que no terminará hasta el final de nuestra vida. Compartir ese proceso en una relación sana con nuestros semejantes es una parte fundamental de toda la convivencia pacífica de nuestra especie. Quizá este primer momento, si las condiciones se han previsto con coherencia y preparado en su justa medida, pueda ser un recuerdo feliz en la memoria de las personas del mañana que podrán confiar en sus semejantes, valorar la felicidad del descubrimiento y reducir el miedo a lo desconocido cuando a lo que nos aproximamos es mostrado por otros mayores que nosotros y con más experiencia. Quizá el origen de la humildad natural del hombre dependa de que tengamos todos estos elementos en cuenta.

¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

 

¿Qué queremos realmente cuando inscribimos a nuestros vástagos en una escuela de artes marciales?

Los motivos son muy diversos. En nuestra experiencia como escuela infantil nos hemos encontrado de todo. Desde el típico padre que quiere que su hijo sepa defenderse, hasta el que, incapaz de mantener una mínima autoridad sobre su descendencia, decide transferirla a un entorno de disciplina como le corresponde al entorno de nuestras escuelas.

Estas motivaciones, completamente lícitas, ponen de manifiesto que hasta cierto punto se desconoce realmente el sentido y finalidad de un entrenamiento como el que hacemos.

Hemos sido testigos y cómplices absolutos de haber deportivizado las artes marciales para, sin darnos cuenta, enturbiar el verdadero sentido de la práctica, cubriendo de objetivos de gloria y reconocimiento popular lo que es en definitiva un ejercicio profundo enfocado a lo más interno del individuo.

Las fases de la vida son concéntricas. Me explico. Nuestras primeras etapas vitales se centran en la exploración y comprensión de todo aquello que nos rodea. Al llegar a la edad adulta, con una información general óptima de nuestro entorno, sea social, familiar, cultural o cualquier otro que queramos citar, utilizamos esos datos para explorar nuestro espacio personal dentro del grupo, para comprender y desarrollar nuestras afinidades y descubrir nuestro ser más profundo, un ser que emerge de toda esta amalgama de conocimientos mezclada con lo que en esencia somos, con nuestro espíritu.

Diferenciar lo adquirido de lo natural es relativamente fácil en las primeras etapas de la vida, no tanto cuando los años se nos echan encima y llegamos a perdernos en nuestros propios personajes.

A las artes marciales en general le ha ocurrido algo terrible desde el punto de vista de su sentido interno más profundo. En primer lugar se las ha confundido con modalidades deportivas cuyo objetivo primordial es el entorno competitivo. Es cierto que adornado de mensajes subliminales sobre el discurso de valores del deporte: «la camaradería», «lo importante no es ganar es participar», y mil y una frases más para enmascarar su verdadero sentido, que no parece ser otro que el de acostumbrarnos progresivamente a luchar por alcanzar metas venciendo a otros individualmente o en grupo.

Esta no es la visión real de las artes marciales. El objetivo no es vencer a nadie más que a nosotros mismos y hacerlo desde el esfuerzo, la dedicación, el estudio, la superación, el aprendizaje y el desarrollo de valores de gran calado social aunque muy poco valorados.

Al deportivizar el arte estamos construyendo una aberración en la que los egos campan a sus anchas para aumentar o disminuir el valor personal de aquellos que no llegan al máximo de su conjunto. No me imagino una competición de pintores intentando ver quién termina antes de pintar un cuadro o quién alcanza el grado de coloración más apropiado para la imagen representada. Es cierto que muchos pensarán que esta comparación no es muy acertada, pero no debemos olvidar que cuando nos estamos refiriendo a arte, otros elementos mucho más importantes que la competitividad entran en juego.

Es cierto que la sociedad nos pone por delante siempre entornos de competencia. Lo aceptamos, somos demasiados para que todos podamos entrar en algún sitio en primer lugar. Pero este entorno no debe gestionarse desde la lucha por entrar antes que nadie. Tendría que poderse abordar desde la lucha por ceder el paso a los menos favorecidos, por disponer del tiempo y la paciencia necesaria para entrar cuando podamos o, por supuesto, para que el colectivo dejase de premiar a aquellos «listos» que saben saltarse su turno para llegar antes que los demás.

La típica expresión de «tu hijo es un máquina», abala lo que digo en detrimento de la otra más apropiada de «tu hijo es un artista». Las artes marciales van de eso. No de máquinas que ganan a los demás, van de artistas que interpretan la vida desde las propuestas que el arte les hace como medio de expresión.

Nos motiva darles elementos de fuerza, de seguridad o de autonomía a nuestros hijos. Pero para hacer esto debemos poner el foco en su edad adulta y aceptar las fases de evolución por las que el pequeño deberá pasar hasta convertirse en un adulto firme, sereno, capaz y seguro. La seguridad en la infancia no debe proporcionarlas un arte forzado, adelantado de tiempo y de cargas. La seguridad debemos proporcionarla los adultos siendo capaces de crear entornos seguros para nuestros hijos, mecanismos que les permitan crecer tranquilamente desarrollando sus capacidades y creciendo en los valores que nuestras artes intentan transmitir.

Un niño de 5 años no debería necesitar defenderse. Tiene que hacerlo cuando nosotros no estamos, cuando él tiene que asumir esta responsabilidad de la autodefensa que le correspondería de forma natural a su tutor, a sus padres, a sus profesores o a la sociedad  en su conjunto que debería proteger este tesoro de nuestro futuro. Quizá el primer paso es que estemos más y seguir con la vigilancia de que quien debe cuidar de ellos lo hace realmente. Esto no solo debería ser una petición, debería ser una exigencia incuestionable.

El aprendizaje de las artes marciales no es una carrera de objetivos. Es un camino que se debe transitar en la medida en la que el individuo ha madurado lo suficiente como para apreciar y comprender aquello que está adquiriendo. No debemos exigir medallas o logros deportivos a personas que se están formando en la coherencia, el respeto, la colaboración y la humanidad, una palabra en bastante desuso últimamente.

Nuestros hijos pueden crecer en un entorno marcial desarrollando juegos de lucha, mejorando sus reflejos, su agilidad, su capacidad de moverse, de concentrarse o de superarse. También pueden encontrarse con almas afines y descubrir el placer de la cordialidad, la espera, la cesión y la entrega de aquello que nos es valioso.

La generosidad es uno de los pilares de nuestra práctica. Comienza por la generosa transferencia de autoridad de los padres a los profesores que toman el testigo de aportar a la vida de los pequeños todo aquello que en otros estratos de la sociedad se va perdiendo. Continúa con el generoso acto de compartir conocimientos que se establece entre el profesor y el alumno, en un camino bidireccional que le permite al maestro recordar la pureza de nuestros corazones antes de ser corrompidos por una sociedad injusta y con muchos problemas por resolver. Se mantiene con la generosa ayuda de los alumnos más avanzados a los más nuevos en la práctica. La entrega de los fajines cumplidos a los nuevos aspirantes a un grado es una muestra de este gesto que nos enseña a dar antes que a quitar. Que nos enseña a pedir antes de exigir y que nos muestra el camino para hacerlo creando un placer interior en ese acto.

Cuando dejamos a nuestros hijos en manos de un profesor o Maestro de artes marciales, le estamos confiando posiblemente lo más importante que podemos aportar a este mundo. Le conferimos la oportunidad de volcar luz en los que serán los guías del mañana, los que harán la humanidad que todos esperamos. No debemos esperar grandes exhibiciones de habilidad en cortos periodos de tiempo. Cada edad tiene un rango de posibilidades que tanto el maestro como el alumno deben explorar juntos para crecer juntos. Los premios de nuestros hijos, sus copas y sus medallas, deben ser las sonrisas felices de haber disfrutado durante una sesión de entrenamiento con sudor, esfuerzo, determinación y placer por comprender el potencial de lucha que tienen. A veces la vida nos permite fugarnos, salir corriendo, y eso es lícito en un montón de situaciones. Otras, cuando las calles no tienen salida, cuando los ángulos de fuga se han terminado, hay que disponerse a luchar. Ese es el adiestramiento marcial, desarrollar la capacidad de correr cuando se pueda y de luchar cuando no haya más remedio. Quizá ese momento no llegue nunca, pero en el camino de prepararse, de entrenar, de aprender, el alumno adquirirá los valores fundamentales de un ser humano capaz de dar y de luchar, capaz de correr o de quedarse cuando nadie se quede. Capaz sobre todas las cosas de comprender que sin esfuerzo es muy probable que sus sueños se queden solo en eso y que con la humildad firme y segura que le proporcionen sus años de entrenamiento, podrá abordar el proceso de conocerse a sí mismo sin personajes que le enturbien mentalmente la realidad de lo que es. No habrá entorno virtual que le confunda y no tendrá que probar nada ante nadie que el ya no sepa.

 Esa es la propuesta para los más pequeños, ayudarles a crecer en equilibrio, aportarle todo aquello que necesitarán en su edad adulta y transmitir a través de ellos los grandes valores que han permitido que la humanidad haya sobrevivido como conjunto en el que la esperanza debe seguir iluminando nuestro futuro.

Sub-España

Sub-España

El post de esta noche es una crítica. Intentaré que sea la crítica más certera y afilada que he escrito hasta ahora porque el motivo se merece este grado de precisión. Decía Mahatma Gandhi que la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por el modo en el que se trata a sus animales. Desde esta perspectiva, qué duda cabe de que España, entre muchos otros, estaría a la cola de la evolución moral del ser humano.

Escribo este post en caliente porque quiero que cada palabra, cada acento, cada verbo utilizado, refleje lo más fielmente posible la absoluta indignación que siento ahora mismo. Quiero que el tono interior de mis frases muestre sin sombras los sentimientos que me empujan esta noche a escribir sin freno para poder calmar, si es que escribir calma algo, la tormenta interior que se ha desatado en mí hoy al ver una noticia que he recibido sobre las fiestas de nuestros paisanos de Alhaurín el Grande, un pueblo de nuestra Málaga subespañola.

Estoy feliz de ser de donde soy, amo esta tierra porque he nacido aquí y porque, lejos de la barbarie que pretendo criticar, creo que hay mucha luz y esperanza en las personas que por causas del destino han aparecido en esta localidad para desarrollar sus vidas.

La noticia, con vídeo incluido, muestra a un grupo  de «algos» (he preferido llamarlos así porque el calificativo de personas no es aplicable a este subtipo del género humano) propinando una brutal paliza a una vaquilla hasta causarle la muerte en unas fiestas celebradas en esta localidad el 30 de mayo del presente año. Todo esto ocurrió en el pueblo de Alhaurín el Grande para deshonra de todos los que participamos en el calificativo local que nos pudiera corresponder con esta zona rural. Si quieres ver la noticia o el vídeo, muy duro, puedes pinchar aquí…

Un buen amigo pregunta de dónde salen estos monstruos. Mi reflexión me lleva a plantearme esta pregunta con diferentes sentidos y con otros elementos de búsqueda a los que inicialmente me suscitó la noticia. Personalmente creo que estos monstruos surgen de la falta de educación en valores de respeto por la vida. Esta falta de valores tan ejercida en los entornos rurales nos muestra una subespaña (he querido escribirlo así para que el calificativo no salpique a los inocentes) difícilmente digerible.

La subespaña de los ajustes de cuenta pueblerinos escopeta en mano por un trozo de terreno, la de las fiestas tradicionales en las que el punto culminante es matar por encima de todo a un ser indefenso. Esta subespaña de la que muchos se sienten orgullosos llamándola «de tradiciones arraigadas» es nuestra gran vergüenza nacional. Un subgrupo animal horrible que ha crecido en las matanzas de gatos como deporte, en el sano ejercicio, y lo digo con toda la sorna posible, de matar pajaritos con trampas o con redes. Es la subespaña de la matanza de los cerdos como un acto entrañable y de alto valor sentimental. La subespaña de los domingos a misa y el resto de la semana a la taberna. Esta es la subespaña de la violencia de género. La subespaña de planes de empleo rural fraudulentos, esta subespaña que tantos se han empeñado en vendernos como destino turístico es un resquicio de nuestros antecedentes salvajes y retrógrados. Es un resto genético de nuestro país que intenta perdurar a costa de lo que sea.

Una fiesta en la que se tortura y mata a un animal por diversión nos pone delante de la gran cuestión nuclear de todo. Un individuo que impasible, somete, tortura, observa o participa indirectamente en promover estos horrores, es una pieza de un entramado nacional de la barbarie que luego aparece en otras formas de violencia que no sabemos paliar y cuya génesis parece desconcertarnos.

El núcleo de nuestra violencia, de nuestra mala leche nacional, tiene mucho que ver con nuestra incapacidad para revisar nuestra maldad cultural, con nuestro delito común de participar, por acción o por omisión, en el fomento de un modelo de cultura en el que la atroz tortura de un ser vivo sigue siendo una fiesta, un espectáculo y una seña de identidad.

Lamento que se sientan dolidos o dolidas los que se identifiquen con toda esta basura sangrienta y pútrida que contamina la misma esencia de lo que significa ser humano. Para ellos y ellas no tengo más remedio que expresarles mis condolencias por que no hayan nacido con un mínimo intelectual lo suficientemente amplio como para darse cuenta de en qué estado de involución se encuentran. Asimismo me gustaría recomendarles personalmente que crezcan porque hacia dónde nos dirigimos esto es ya inadmisible.

Nadie debería disfrutar con la tortura de otro ser vivo. De ser así, qué duda cabe de que nos encontramos ante enfermos de inconsciencia o de maldad. Lamentable que la educación en los pueblos haya fallado, que las leyes en los pueblos hayan fallado, que la gente de los pueblos haya fallado, que la policía haya fallado y que los ancianos de los pueblos hayan fallado en su evolución al no transmitir a sus hijos e hijas los valores de respeto y humanidad que deberían haber alcanzado en su madurez como personas.

Lamento hoy enormemente ser una pieza vital de todo este entramado. Renuevo una vez más mi compromiso personal de luchar con todas mis fuerzas para apoyar cualquier iniciativa que permita reconducir esta terrible situación que nos mancha a todos de sangre, de vergüenza y de odio. Hoy es un día más de luto que preferiría no haber vivido, no al menos en esta subespaña de catetos tarados que disfrutan matando a golpes a un animal inocente e indefenso.

Alumnos, clientes y pacientes.

Alumnos, clientes y pacientes.

Esta mañana pude leer un post de un compañero de profesión, practicante y profesor de artes marciales chinas, complejo pero extremadamente realista, que me ha llevado a escribir este breve artículo de opinión. En su post se señalaba que algunos alumnos que se comprometieron en la ceremonia de discipulado habían quebrantado su palabra dejando la práctica y abandonando la escuela.

La situación en la que se encuentran los estilos tradicionales de Kung Fu resulta muy compleja. Por una parte, habitamos una sociedad que no tiene unos objetivos comunes definidos. Aquí todo el mundo busca o una supervivencia vital que le permita disponer de tiempo libre para desarrollar sus aficiones o, en otro orden, busca un ascenso en la jerarquía social, habitualmente vinculada a un incremento del nivel de ingresos económicos, para ser alguien en la vida.

La pérdida de valores humanos es un hecho incuestionable. Basta darse un paseo en coche para corroborar mi afirmación. La violencia imperante en lo más profundo del ser humano también es una realidad que aún no ha sido trascendida. No hay cosa que me asuste más que aquellos que se atreven a decir a boca llena que son absolutamente pacíficos o que, en cualquier caso, están dispuestos a poner la otra mejilla. Vuelvo a la prueba del coche y un simple paseo para darse cuenta que este tipo de seres humanos irreales solo viven en el ideal, en la fantasía o en las esperanzas de evolución que todo ser humano debería tener.

Para los que hemos decidido dedicarnos a enseñar estas tradiciones, la situación es harto compleja. Por una parte sufrimos la competencia de significado, indirecta, de los modernos métodos de combate deportivo, que poco o nada tienen que ver con lo que significa «Arte Marcial». Por otra, la confusión social general, la falta de valores humanos, la falta de objetivos hacia la humanidad en vez de hacia el propio individualismo destructivo al que nos empuja un sistema basado en la competencia por encima de la colaboración, hacen que los valores profundos  de la práctica marcial, no solo resulten aparentemente anacrónicos, sino que entran en frontal oposición como lo que nos proponen desde nuestras casas, nuestras escuelas, nuestras instituciones, nuestras naciones y nuestras culturas.

Vamos dando bandazos entre la necesidad de ser alguien en una sociedad que sólo premia a aquellos que son campeones en unas cuantas modalidades sociales, descartando al resto que queda para poblar las colas del desempleo, o sobreviven de un trabajo alienante ensimismados y distraídos entre partidos de futbol y escenas rocambolescas de discusiones televisivas.

Realmente el panorama es desolador. La valoración se complica aún más cuando analizamos el caso de cualquier adulto que quiere acceder a la formación en artes marciales. Los motivos de esta decisión no se encuentran habitualmente en un fondo reflexivo ligado a una tradición cultural o a una herencia familiar específica. En el caso de los occidentales, el peso del cine, de la cultura de la competencia, de la agresividad generalizada como forma de resolver conflictos locales, regionales, nacionales o internacionales, tienen mucho que decir.

Es duro afirmar esto que estoy a punto de hacer, pero la mayor parte de los adultos que se deciden a iniciar la práctica de las artes marciales no saben realmente dónde se meten. La tradición propone un método, una vía, un camino singular para encontrarse a uno mismo y a toda la batería de incongruencias vitales que la sociedad ha encajado en su propia materia espiritual.

Cuando alguien viene a hacer artes marciales no sabe bien a dónde va. En su mayoría cree que va a estudiar un método de defensa personal, lo cual en parte es cierto. Otras veces cree que va un centro espiritual con olor a incienso y ropa exótica como una forma de realzar su propio personaje o, entre muchas otras variantes, cree que puede materializar físicamente un videojuego, un documental o un cómic de súper héroes.

En estas motivaciones iniciales, no viene de fábrica la idea de una sinceridad real, un respeto real, un afán profundo por mejorarse como persona a todos los niveles  comprendiendo sus limitaciones, su estructura de pensamiento, su estructura emocional y el plano espiritual real en el que ha sido capaz de proyectar su evolución como punta de lanza de algo que llamamos humanidad.

Personalmente creo que la mejor fórmula para poner al individuo frente a un espejo certero que le muestre dónde están las imperfecciones acumuladas y qué conlleva en el discurrir de su camino vital, de su decisión frente al destino son, sin duda alguna, las artes marciales.

El gran problema es que, a esas alturas de camino (edades), o existe algún apoyo educacional previo, o de cualquier otro tipo, que haya sembrado la semilla de esta búsqueda, o acabaremos despidiéndonos, una vez más, de un alumno enojado que finalmente ha llegado a la conclusión de que esto es muy duro, tarda mucho en producir efecto o, en el peor de los casos, definitivamente no permite que el cuerpo se eleve del suelo más allá de un simple salto.

Esto convierte a este tipo de aspirantes a practicantes, en su fase inicial, en simples clientes o, peor aún, en pacientes si nos referimos artes marciales internas. Personas que traen realmente en sus cabezas algo que pretenden comprar, pero que no terminan de encontrar. Ven a sus maestros como los tenderos que les están enseñando lo que hay en las estanterías, pero no acaba de convencerles lo que les está diciendo sobre su necesidad de transformación.

Esta palabra debería figurar en la primera línea publicitaria de cada escuela. Algo como: «aquí te ayudamos a transformar tu desastre vital» incluyendo en la letra pequeña: «ojo, tendrá usted que poner de su parte y confiar en un método que nos llega de una época en la que no había internet».

Y la culpa de esto en realidad no es de nadie. No es del cliente que viene buscando algo que no vendemos, no es del sistema que no sabe realmente hacia dónde va, no es de la cultura. El problema es de falta de conocimiento y de aceptación.

En primer lugar debemos conocer cuál era el contexto histórico óptimo en el que estos sistemas se desarrollaron, también tenemos que comprender la falta de conocimiento general de esta realidad por la gran confusión que han ejercido sobre su mensaje las películas, la publicidad, los videojuegos o cualquier otro método de distracción de la realidad.

Es importante no equivocarse con esto para no desilusionarse. Tampoco debemos culpar a nuestros alumnos si en un periodo corto de tiempo no captan la realidad de lo que supone la práctica marcial. Es posible que cuando muerdan finalmente la fruta se den cuenta de que no era el sabor que buscaban. Ese es el momento de decirles ¡¡hasta luego!!.

El alumno debe fluir y debe permanecer por libre albedrío en la práctica. Debe someterse voluntariamente a las características del método y a la dirección de un maestro que tiene más tiempo de permanencia y de experiencia que él. La actitud de evaluación y crítica nunca debe partir desde alguien que desconoce en profundidad la labor de su maestro o de su profesor. Por desgracia, cualquiera que lee tres artículos en Internet se permite el lujo de plantear cuestiones de índole superior a su maestro cuando apenas él mismo ha comprendido su motivo para la práctica. Esta falta de humildad, o mala educación, es muy habitual por la facilidad de acceso a la teoría de los estilos y por la falsa sensación de conocimiento que esta posibilidad de acceso informativo genera en los menos capaces. Esta falta de compromiso real con la actividad, de comprender realmente a dónde ha accedido hace que el resultado final sea un desaguisado de difícil arreglo.

Esta realidad da al traste con cualquier posibilidad directa de influir positivamente desde nuestras disciplinas en una sociedad cada vez más compleja en lo que a comunicación real se refiere. Esta irónica situación en la que podemos establecer redes de amistad inmediata con cualquier lugar del mundo, pero que impide una comunicación sincera entre dos personas, nos da al traste con cualquier intento de hacer valer unos valores que se muestran ineficaces o como una debilidad frente a la corriente imperante de intereses.

Esta realidad nos exige mucho a los que nos dedicamos a esto. Nos exige comprender el concepto, aceptarlo, no oponernos y ser capaces de fluir con él sin que nuestro centro se modifique, es decir, nos exige también transformación.

Los alumnos vendrán y se irán. Serán unos alumnos y otros clientes, los pacientes siempre es mejor derivarlos a un médico que para eso están. Unos se irán contentos y otros enfadados. Otros permanecerán enfadados y algunos contentos. Todo este maremágnum no  va a cambiar a nivel global de inmediato por más que nos esforcemos. Pero está claro que el propio espíritu de las artes marciales nos enseña a no doblegarnos ante los retos que la vida nos plantea. Somos luchadores de la vida en tanto nos jugamos el sentido de lo que hacemos, aquí no podemos fallar.

Esta transformación pasa por intentar comprender un lenguaje que está alejado de la realidad y proporcionar experiencias prácticas directas que, desde el corazón, consigan comunicar al alumno (este sí) la realidad a la que se enfrenta. Es preciso que comprenda que las prisas del mundo actual solo aceleran una escasa percepción de la vida. Nos empujan a un ritmo desenfrenado lleno de ganadores y perdedores. Esto alimenta todos nuestros miedos y nuestras emociones más nocivas. Debemos ser el ejemplo vivo del equilibrio y en eso debemos volcar nuestra vida entera.

Quizá de toda esta reflexión no nos quede más que aceptar que el cambio, el único cambio real al que debemos aspirar es a aquel que propiciamos en nosotros mismos a través de nuestra capacidad de ser auténticos, sinceros, incorruptibles, leales, afectivos, humanos y, sobre otras muchas cosas más, reales en la medida que nos corresponde. A partir de aquí, la inteligencia, el conocimiento, la colaboración entre almas afines y el estudio profundo de todo lo que los grandes maestros de la historia nos han comunicado, nos ayudará a afrontar estos duros tiempos para la tradición.

Artes Maritales

Artes Maritales

«Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos». Esta fracción de una cita del siempre impactante D. José Saramago, premio Nobel de literatura, nos acerca a la idea sobre la que queremos trabajar en el presente artículo.

El ámbito de las relaciones personales se encuentra un tanto desbocado, pese a que estamos en la época de las «redes sociales». Ahora más que nunca la distancia física ha dejado de ser un obstáculo para la comunicación entre los seres humanos. Todo nuestro universo personal, tal y como decía Ortega y Gasset, se configura entre nosotros  y las circunstancias de nuestra vida, que provienen del conjunto de elementos humanos que intervienen en ella desde fuera.

Las personas que nos rodean son el elemento alfa de esas circunstancias. La forma en la que nos perciben y la forma en las que las percibimos  son determinantes al adoptar un modelo conductual de relación u otro. Esta forma de vernos, de sentirnos, de comunicarnos, debería ser el eje real sobre el que iniciar algunas de nuestras reflexiones más profundas, sobre todo las vinculadas a la naturaleza significativa de nuestra existencia.

Vivimos desde el ego y eso crea un perfil interactivo fácilmente reconocible y evidentemente desnaturalizado. Baste profundizar un poco en estas cuestiones para darnos cuenta de que nuestra influencia recíproca parece tener una finalidad que apunta directamente a nuestra propia espiritualidad. Vivimos rodeados de personas, nos relacionamos con unas, despachamos a otras, con algunas nos casamos para luego divorciarnos y volvemos a encontrarnos con otras que quizá nos acompañen hasta el final de nuestros días.

Nuestras parejas, nuestros hijos, nuestros familiares, nuestros amigos, los compañeros del trabajo y los colegas de profesión, todos ellos y otro largo etcétera, se comunican con nosotros de muchas formas, formas no siempre exclusivamente modeladas por el ámbito contextual en el que ocurren. Los corazones humanos tienen un lazo común que permite que estas comunicaciones tengan un sentido superficial a la vez que un sentido profundo que no debería ser obviado.

Cuando hablamos de nuestra seguridad en las relaciones de amor y amistad, palabras que en determinados contextos deberían representar una sinonimia indiscutible, nos mostramos dubitativos y fijamos la incertidumbre propia de aquello cuya garantía no nos compete realmente. Damos por hecho que el mantenimiento, o no, de una relación depende más de factores externos que de nosotros mismos. Sin embargo, solo nosotros decidimos cómo ejercer esas características relacionales con un significado real, uno que les proporcione la solidez oportuna, una solidez que puede hacer emerger la verdadera naturaleza comunicativa de dicha relación.

En un orden de importancia, podríamos coger como ejemplo la relación más directa de nuestro entorno cercano, las relaciones de pareja.

¿Qué representa actualmente una convivencia en pareja? Si analizamos el porcentaje de divorcios actualmente en España podemos comprobar que las cifras son catastróficas para la idea de convivencia marital (artículo de referencia de datos) Parece que una maldición se cierne sobre el antiguo modelo familiar asentado en torno a un proyecto común de dos personas por crear un entorno de familia. Al margen de la idea religiosa o tradicional del matrimonio parece que ningún tipo de relación tiene una durabilidad garantizada. ¿Por qué ocurre esto?, ¿estamos ante una forma biológica de obsolescencia programada?

Algunos estudios señalan a los procesos de desconexión hormonal entre las parejas, una especie de decadencia biológica progresiva que debe superarse con un desarrollo afectivo supra hormonal. Estaríamos hablando de un metaenamoramiento vinculado a aspectos más sutiles y no puramente biológicos.

Según Helen Elizabeth Fisher, una profesora de Antropología e investigadora del comportamiento humano en la Universidad Rutgers, los periodos de enamoramiento no tiene un soporte biológico temporal superior a 4 años, lo cual podría justificar que ese sea el plazo medio más habitual de duración de las parejas antes de separarse. Este vínculo parece sujeto inevitablemente  a una química perecedera.

Sin embargo, el vínculo espiritual entre los humanos no tiene caducidad biológica. No faltan muestras en el pasado que corroboran esta afirmación, señalándonos que algo está fallando en nuestro enfoque actual de la convivencia.

Quizá si volvemos la vista a lo que la tradición espiritual nos insinúa veremos que, tanto el hombre como la mujer, no buscan exclusivamente un modelo humano con el que reproducir la especie. También desarrollan vínculos afectivos emocionales directos con el corazón de la otra persona para entablar un lenguaje sutil de correspondencia vital más amplio que el puramente sexual.

El Taijiquan nos muestra un modelo simbólico de interacción exacto para enfocar este problema. Un modelo que pone de manifiesto nuestra potencial capacidad de estar, en una forma minúscula, dentro del otro y ser a su vez la compensación necesaria para que el balanceo natural de la vida no destruya la circularidad, perfecta e impoluta, que refleja esta dualidad complementaria.

Nuestra pareja es nuestro espejo. Es el punto de referenciación a través del cual podemos comprender y entender nuestra sutil esencia contraria a nuestro rol sexual. No sólo somos hombres o mujeres, somos células impregnadas de espiritualidad y energía fluyendo los unos hacia los otros en una danza cuyo sentido escapa a nuestros sentidos externos.

El respeto de la individualidad particular de todas las personas que nos rodean, así como el asombro constante por todo aquello que nos pueda llevar a reconocer nuestro propio contrapunto, pueden ser unos más que loables objetivos en nuestro caminar en paralelo. Acercamiento y alejamiento como fases naturales de un proceso en el que todo es dinámico. Un proceso de afinidades y desconciertos que deberíamos asumir con la misma perspectiva con la que observamos la naturaleza que nos rodea.

Todo aquello que acontece a nuestro alrededor es un hecho milagroso, es un evento que debería hacernos maravillar por la grandeza de lo que significa la existencia. Una persona, un ser, un alma compañera que nos comunica, constantemente, un reflejo de una parte pequeña de nosotros que nos permite por su emergencia  ser más completos, ser más comprensivos, ser más coherentes.

Admitiendo nuestra necesidad interactiva sutil  estamos llamando al sentido de la convivencia y del desarrollo de una familia de interacciones positivas. En estas interacciones positivas podemos invertir todo nuestro capital afectivo para reconducir cualquier elemento discordante de nuestra música simétrica. El alma tiene dos polaridades inequívocas en su manifestación post celeste. Así nos configura el tao al que no podemos nombrar y sobre el que no tiene sentido especular. Qué más ejemplo que los que estamos y cómo estamos.

En todos los ámbitos de nuestra vida, desarrollar la capacidad para ver el mensaje que los otros tienen que comunicarnos a través de sus propias vivencias, sus expresiones, sus palabras, sus circunstancias, justifica el pequeño esfuerzo de poner nuestra atención en un punto de vista diferente. No apuntar al otro desde nosotros sería un buen comienzo. Disolver nuestra propia autopercepción antes de entrar en comunicación sutil con otra persona puede ayudarnos a percibirla sin el ruido autoreferenciante de nuestro ego. Es sin duda éste el que pretende constantemente reflejar en las personas que nos rodean todo aquello que ha decidió no admitir de nosotros mismos. Como proceso de protección de nuestro intelecto, el ego puede llegar a ocultar todo aquello que nuestros semejantes tienen que decirnos sin palabras.

La tradición nos invita a desaparecer, a desvincularnos progresivamente de la imagen que tenemos de nosotros, de su condicionamiento operante en nuestras relaciones humanas. Este proceso, que no entra en contradicción alguna con el natural proceso de individuación que rige la maduración del individuo, debería ayudarnos a entender mejor el sentido de nuestra comunicación sutil, las causas que realmente nos acercan para alimentar nuestro olfato espiritual y descubrir, a través de ese reflejo, aquello que en nuestra propia psique autodominada por el ego no podemos observar.

El otro puede presentársenos entonces como una trampa eficaz en la que encerramos nuestras proyecciones para, una vez capturadas, poder analizarlas con detenimiento. Necesitamos a los demás para conocernos. Aquello que nos molesta, aquello que nos indigna, aquello que produce fundamentalmente nuestra airada expresión, no deja de ser el reflejo reprimido de esos «algos» que en nosotros no estamos dispuestos a admitir.

El verdadero papel de nuestro contacto, de nuestra comunicación, forma parte de nuestro propio sentido vital vinculado al resto de seres humanos. Podemos vivir aislados, pero qué desperdicio vital dejar de disfrutar del contacto visual, sonoro, táctil de todo aquello creado de la misma y asombrosa manera.

La magia de la convivencia radica en nuestra forma de enfocarla, en nuestra forma de valorar la vida en su magnificencia por encima de nuestra pequeñez autocreadora. La capacidad de expresar desde el corazón el amor que debe nutrir nuestro sentido comunicativo justifica el esfuerzo. Poder encontrar en el otro todo aquello que buscamos inconscientemente en nosotros será el regalo de este pequeño esfuerzo, de este gran esfuerzo de retomar la senda real de las relaciones humanas.

La compleja simplicidad de la vía

La compleja simplicidad de la vía

La complejidad aparente define el comienzo del viaje. Comenzamos percibiendo el volumen de la obra, la magnitud de la creación ante la que nos encontramos. Vislumbramos la imagen de una catedral inaprensible y, ligada a ella, sentimos una gran sensación de incapacidad creativa instantánea, inmediata. Conscientes de la dificultad para comprender en su totalidad lo que tenemos delante nos dejamos arrastrar por su atractiva magnitud.

La complejidad general de su estructura y la perspectiva de tener que afrontar un aprendizaje enorme en una eternidad de minúsculas porciones, garantiza la opción del desaliento a aquel que navega en las aguas de la impaciencia, un mal común en nuestros días.

Es por esto que esta cualidad, la paciencia, es el primer requisito exigible a quién pretende abordar este camino en paralelo con su vida. Para exigirla, para entender que no es un castigo premeditado inicial sino que se trata de una prerrogativa indispensable para afrontar con éxito las dificultades y procedimientos propios del camino a recorrer, debemos ahondar en sus formas y pilares, en aquello que la fundamenta y que puede y debe inculcarse en la base fundamental de todo arte marcial. Disponer de este primer apoyo es fundamental en un contexto en el que, por defecto, la carencia será la regla sin excepción.

La paciencia, como cualidad humana, necesita alimentarse, refinarse y fomentarse en la medida que, siendo un innegable esfuerzo, una parte de la tendencia acomodaticia de nuestra mente puede acabar alcanzándola y derribándola antes de que la hayamos asentado como una característica eje de nuestra personalidad marcial y humana.

La paciencia será claramente el resultado de una motivación real, no ficticia, que alimente y defina nuestra búsqueda en este territorio por explorar.

Esta motivación real no se basa en una  imagen idílica, no se soporta en un modelo cinematográfico de corta duración que excite nuestras imágenes arquetípicas del héroe, lastrando el resto de nuestra personalidad a ese fundamento parcial. No puede ser fruto de una emoción de base o de perversiones como el rencor, la ira, la envidia o tantas otras expuestas por sistema en historias escritas o filmadas. Estas emociones se agotan en la medida en que nuestro camino va en otra dirección y, por lo tanto, dejan de tener el alimento que las mantenga, decayendo entonces nuestra virtual motivación y, por defecto, nuestra paciencia para afrontar una práctica que perderá entonces toda su razón de ser.

Esta motivación natural se nutre de comprender el real sentido de lo que vamos a hacer a lo largo de este aprendizaje, de comprender el sentido de sus fases, de sus tiempos, de nuestras capacidades y las necesidades de transformarnos para adaptarnos a un mensaje físico, mental y energético diferente.

 La práctica marcial nos va a mostrar inicialmente nuestros límites. Aceptarlos será un primer paso para comprender el proceso constructivo y evolutivo que significan en su conjunto las artes marciales.

 A partir de estas premisas, aceptando nuestros límites, vislumbrando la longitud vital del camino, comprendiendo la necesidad de ser pacientes y construyendo esa paciencia con una motivación inquebrantable sustentada en el sentido correcto de nuestra búsqueda, sólo entonces podemos hablar de una iniciación en esta práctica ancestral.

Este primer periodo de asentamiento, de fijación de bases, de comprensión de límites es una ruta ascendente que nos muestra con dureza esta primera parte del viaje, esta primera cima que escalar en la que, culminada, nos encontraremos con un Yo que desconocíamos pero que identificamos como lo más esencial de nosotros. Desde allí la visión del camino es diferente, observamos la longitud, las posibles dificultades, pero vemos también el horizonte de nuestra búsqueda y los lastres que arrastramos.

Comienza entonces un camino de regreso interior en el que el esfuerzo inicial de comprender el conjunto global desde sus primeras técnicas básicas, hasta llegar  a dominar el volumen preestablecido de ellas, se va invirtiendo en una constante visualización de la simplicidad implícita en cada gesto complejo, en descubrir cada patrón escondido que se reproduce modificado en cada peculiar prisma de un contexto mutable. Coleccionar en lo más profundo de nuestro ser esos patrones, relacionarlos, y contrastarlos con las imágenes tridimensionales de aquella catedral original,  nos ayudará a convertir nuestro ser en una réplica interna absoluta de ella, un modelo en el que nuestra individual conjetura modificará de forma efectiva la colocación de cada columna de esta edificación, todo ello sin corromper las leyes naturales de soporte y acción que nuestra intuición ha descubierto año tras año en el proceso del entrenamiento. En ese momento el ser y el arte se funden en una única corriente que fluye en la dirección inevitable de un destino decidido.

Alumnos y maestros II

Alumnos y maestros II

Quién no ha buscado a lo largo de su vida un guía que le ilumine el camino, una referencia que le aporte a su vida un equilibrio externo en el que apoyarse. En la antigua tradición marcial china, ese papel le correspondía a una figura de la máxima importancia: el maestro. Un guía que anticipaba una dirección, un ayudante para la capacidad individual de decidir, de tomar la opción correcta de las muchas que la vida nos plantea constantemente.

Esta guía cumplía una función fundamental de educación y tenía, como todos los procesos educadores, un principio y un fin. Este principio estaba definido por una necesidad primordial y el fin tenía mucho que ver con la superación personal del alumno que, satisfecha esa necesidad inicial de conocimiento y guía, se enfrentaba a la vida atendiendo a los dictados de su naturaleza. Este final se producía con una idea clara en la cabeza de lo que constituye la convivencia entre las personas, de lo que significa el conflicto interior y el conflicto exterior, de las líneas convergentes de la naturaleza humana y de todo aquello que nos aleja de ese concepto, único medio para que la trascendencia personal fuese una realidad.

La aceptación de la necesidad social del Ser, la comprensión clara de que solos no llegamos a ninguna parte y que, en esa convivencia imprescindible para desarrollar la idea humana, era fundamental desarrollar la capacidad de dar y de recibir.

Esta comprensión era transmitida generación tras generación en contextos con una amplia gama de matices en los que la personalidad se manifestaba afinando la realización natural profunda y su necesidad de ajustarse a un entorno concreto, un medio cada vez más poblado y a veces hostil.

Las artes marciales en su conjunto adquirieron este modelo de transmisión de maestro a discípulo y contenían una serie importante de recursos filosóficos, técnicos, morales y físicos para que el discípulo aprendiese a valerse por sí mismo, con unos fundamentos humanos sólidos, una capacidad de comprender con claridad lo justo y lo injusto disponiendo de procedimientos para equilibrar su medio, tanto físico como mental, en situaciones desequilibrantes o injustas para sus preceptos fundamentales.

Esta virtud moral, filosófica, física y marcial se traducía en la manifestación de un exponente humano de las enseñanzas de una escuela, un ejemplo para la sociedad que permitiese a lo social pervivir frente a lo individual como un reflejo de la idea que ha permitido al ser humano sobrevivir a las inclemencias de la naturaleza.

Esa relación con el maestro tenía un tiempo limitado y, sobre todo, un proceso de convivencia basado en el respeto absoluto a las enseñanzas del maestro.

En la entrada del siglo XXI en la que nos encontramos, esta relación maestro/discípulo se nos presenta como un reflejo de una idea romántica anacrónica. Algunas escuelas mantienen esta tradición como parte de un legado que no puede ni debe desestimarse frente a los retos a los que se enfrenta la moderna humanidad.

La fuerza divergente del individuo estará presente siempre como antagonismo de nuestra capacidad de confluir sin que ambas potencialidades sean, por si mismo, elementos negativos para nuestra conducta. El exceso de separación puede ser tan dramático como el exceso de unión. La justa medida del espacio queda definida en la simbología tradicional china del yin y yang como elementos interactivos que mantienen su peculiar forma y distancia, una como un reflejo inverso de la otra, pero conteniendo el germen que permite la comprensión equilibradora de su opuesto.

En la relación maestro alumno se reproduce el proceso completo de la creación en el que la unión, el encuentro supone un parto a una nueva vida con una leyes propias y con una dirección inamovible en la que, tanto el alumno como hijo y el maestro como padre, aceptan un rol de dar y recibir en distintos niveles. El maestro impronta el eje de equilibrio y conocimiento que el alumno necesita para enfrentarse positivamente a la vida. El alumno a su vez le muestra al maestro que la naturaleza es mutable, que la tendencia divergente hacia lo propio, lo exclusivo, el ego, es una realidad perenne que nos acompañará hasta el final de nuestros días. El maestro comprende la necesidad de dar desde el corazón y el alumno aprende a recibirlo en el mismo espacio para gobernar su constante intento por imponerse desde la inexperiencia. El contraste entre las experiencias de ambos roles forma parte de la indisoluble comunicación que debe establecerse entre el padre y el hijo en el camino.

Esta relación debe entenderse siempre en esta justa medida de respeto de espacio y de la naturaleza individual de cada uno de ellos. El maestro, en su proceso de no invadir a su alumno en términos de posesión y de dominio, le muestra que el acto de dar los frutos de la propia experiencia no reviste ningún pago posterior, no está supeditado a la deuda de pleitesía que algunos falsos maestros imponen a sus alumnos. Esta práctica nefasta, y por desgracia tan común, termina generando una forma extraña de esclavitud en la que falta por completo el compromiso de ayudar a que las personas alcancen la libertad del conocimiento propio y de la gestión personal de todo aquello que llega a su mente y a su corazón.

El alumno por su parte respeta la dedicación del tiempo vital de su maestro que regala este espacio de su vida a volcar su comprensión en la medida justa del recipiente humano de su alumno. Esa tarea comprensiva, a veces equivoca los requerimientos exigentes en los que pueden caer algunas personas que también exigen un pago por su dedicación en el aprendizaje. Una exigencia que, en algunos casos, puede llegar hasta el inconcebible juicio por la vida personal de su maestro, un juicio que irrumpe de lleno en el espacio individual del maestro al que el alumno no debe acceder, un espacio común inviolable en ambas direcciones.

En un mundo plagado de imágenes e ideales, es fácil confundir estos roles como estructuras de intercambio contractuales en las que se puede contraer una deuda insoportable que hará que, finalmente, la separación inevitable de maestro y discípulo ocurra en circunstancias negativas, algo que puede acompañar a ambas personas como un lastre el resto de sus vidas.

El periodo de este aprendizaje no debe prolongarse más de lo necesario. De ser así, es muy probable que estos problemas anteriormente mencionados, tengan más fuerza para imponerse y provocar este desastre. Algunos maestros hablan de un mínimo de 3 años y un máximo de 5 años en los que el alumno acepta sin discusión las enseñanzas. A partir de ese periodo, toca enfocar con valentía la vida, la experiencia personal con lo aprendido, la realidad de nuestra responsabilidad personal de asumir los compromisos que nos corresponden como seres humanos individuales y sociales.

A partir de ese momento, de esa despedida, la relación entre ambos se convierte en una forma de amistad duradera en la que el respeto mutuo y el diálogo interactivo, sin imposición, serán un garante de convivencia y armonía en las otras facetas del camino.

El maestro se convierte en ese momento en un pozo al que acudir para reafirmarse, para concretar, para pulir cualquier arista de nuestra personalidad que ha quedado pendiente de definir. Cada encuentro se convierte en un momento feliz de concurrencia en el que padre e hijo se reencuentran y se reconocen el uno en el otro, no como clones ni obras personales, sino como personas libres que piensan y actúan en equilibrio aportando estas dos característicos a una sociedad que las necesita con urgencia.