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Alumnos y maestros II

Alumnos y maestros II

Quién no ha buscado a lo largo de su vida un guía que le ilumine el camino, una referencia que le aporte a su vida un equilibrio externo en el que apoyarse. En la antigua tradición marcial china, ese papel le correspondía a una figura de la máxima importancia: el maestro. Un guía que anticipaba una dirección, un ayudante para la capacidad individual de decidir, de tomar la opción correcta de las muchas que la vida nos plantea constantemente.

Esta guía cumplía una función fundamental de educación y tenía, como todos los procesos educadores, un principio y un fin. Este principio estaba definido por una necesidad primordial y el fin tenía mucho que ver con la superación personal del alumno que, satisfecha esa necesidad inicial de conocimiento y guía, se enfrentaba a la vida atendiendo a los dictados de su naturaleza. Este final se producía con una idea clara en la cabeza de lo que constituye la convivencia entre las personas, de lo que significa el conflicto interior y el conflicto exterior, de las líneas convergentes de la naturaleza humana y de todo aquello que nos aleja de ese concepto, único medio para que la trascendencia personal fuese una realidad.

La aceptación de la necesidad social del Ser, la comprensión clara de que solos no llegamos a ninguna parte y que, en esa convivencia imprescindible para desarrollar la idea humana, era fundamental desarrollar la capacidad de dar y de recibir.

Esta comprensión era transmitida generación tras generación en contextos con una amplia gama de matices en los que la personalidad se manifestaba afinando la realización natural profunda y su necesidad de ajustarse a un entorno concreto, un medio cada vez más poblado y a veces hostil.

Las artes marciales en su conjunto adquirieron este modelo de transmisión de maestro a discípulo y contenían una serie importante de recursos filosóficos, técnicos, morales y físicos para que el discípulo aprendiese a valerse por sí mismo, con unos fundamentos humanos sólidos, una capacidad de comprender con claridad lo justo y lo injusto disponiendo de procedimientos para equilibrar su medio, tanto físico como mental, en situaciones desequilibrantes o injustas para sus preceptos fundamentales.

Esta virtud moral, filosófica, física y marcial se traducía en la manifestación de un exponente humano de las enseñanzas de una escuela, un ejemplo para la sociedad que permitiese a lo social pervivir frente a lo individual como un reflejo de la idea que ha permitido al ser humano sobrevivir a las inclemencias de la naturaleza.

Esa relación con el maestro tenía un tiempo limitado y, sobre todo, un proceso de convivencia basado en el respeto absoluto a las enseñanzas del maestro.

En la entrada del siglo XXI en la que nos encontramos, esta relación maestro/discípulo se nos presenta como un reflejo de una idea romántica anacrónica. Algunas escuelas mantienen esta tradición como parte de un legado que no puede ni debe desestimarse frente a los retos a los que se enfrenta la moderna humanidad.

La fuerza divergente del individuo estará presente siempre como antagonismo de nuestra capacidad de confluir sin que ambas potencialidades sean, por si mismo, elementos negativos para nuestra conducta. El exceso de separación puede ser tan dramático como el exceso de unión. La justa medida del espacio queda definida en la simbología tradicional china del yin y yang como elementos interactivos que mantienen su peculiar forma y distancia, una como un reflejo inverso de la otra, pero conteniendo el germen que permite la comprensión equilibradora de su opuesto.

En la relación maestro alumno se reproduce el proceso completo de la creación en el que la unión, el encuentro supone un parto a una nueva vida con una leyes propias y con una dirección inamovible en la que, tanto el alumno como hijo y el maestro como padre, aceptan un rol de dar y recibir en distintos niveles. El maestro impronta el eje de equilibrio y conocimiento que el alumno necesita para enfrentarse positivamente a la vida. El alumno a su vez le muestra al maestro que la naturaleza es mutable, que la tendencia divergente hacia lo propio, lo exclusivo, el ego, es una realidad perenne que nos acompañará hasta el final de nuestros días. El maestro comprende la necesidad de dar desde el corazón y el alumno aprende a recibirlo en el mismo espacio para gobernar su constante intento por imponerse desde la inexperiencia. El contraste entre las experiencias de ambos roles forma parte de la indisoluble comunicación que debe establecerse entre el padre y el hijo en el camino.

Esta relación debe entenderse siempre en esta justa medida de respeto de espacio y de la naturaleza individual de cada uno de ellos. El maestro, en su proceso de no invadir a su alumno en términos de posesión y de dominio, le muestra que el acto de dar los frutos de la propia experiencia no reviste ningún pago posterior, no está supeditado a la deuda de pleitesía que algunos falsos maestros imponen a sus alumnos. Esta práctica nefasta, y por desgracia tan común, termina generando una forma extraña de esclavitud en la que falta por completo el compromiso de ayudar a que las personas alcancen la libertad del conocimiento propio y de la gestión personal de todo aquello que llega a su mente y a su corazón.

El alumno por su parte respeta la dedicación del tiempo vital de su maestro que regala este espacio de su vida a volcar su comprensión en la medida justa del recipiente humano de su alumno. Esa tarea comprensiva, a veces equivoca los requerimientos exigentes en los que pueden caer algunas personas que también exigen un pago por su dedicación en el aprendizaje. Una exigencia que, en algunos casos, puede llegar hasta el inconcebible juicio por la vida personal de su maestro, un juicio que irrumpe de lleno en el espacio individual del maestro al que el alumno no debe acceder, un espacio común inviolable en ambas direcciones.

En un mundo plagado de imágenes e ideales, es fácil confundir estos roles como estructuras de intercambio contractuales en las que se puede contraer una deuda insoportable que hará que, finalmente, la separación inevitable de maestro y discípulo ocurra en circunstancias negativas, algo que puede acompañar a ambas personas como un lastre el resto de sus vidas.

El periodo de este aprendizaje no debe prolongarse más de lo necesario. De ser así, es muy probable que estos problemas anteriormente mencionados, tengan más fuerza para imponerse y provocar este desastre. Algunos maestros hablan de un mínimo de 3 años y un máximo de 5 años en los que el alumno acepta sin discusión las enseñanzas. A partir de ese periodo, toca enfocar con valentía la vida, la experiencia personal con lo aprendido, la realidad de nuestra responsabilidad personal de asumir los compromisos que nos corresponden como seres humanos individuales y sociales.

A partir de ese momento, de esa despedida, la relación entre ambos se convierte en una forma de amistad duradera en la que el respeto mutuo y el diálogo interactivo, sin imposición, serán un garante de convivencia y armonía en las otras facetas del camino.

El maestro se convierte en ese momento en un pozo al que acudir para reafirmarse, para concretar, para pulir cualquier arista de nuestra personalidad que ha quedado pendiente de definir. Cada encuentro se convierte en un momento feliz de concurrencia en el que padre e hijo se reencuentran y se reconocen el uno en el otro, no como clones ni obras personales, sino como personas libres que piensan y actúan en equilibrio aportando estas dos característicos a una sociedad que las necesita con urgencia.

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