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Belleza y estética en el Taijiquan

Belleza y estética en el Taijiquan

El detalle de la estética suele pasar desapercibido en el análisis de cualquier sistema marcial cuando nos dedicamos a valorar su efectividad. Pensamos, y no sin cierta lógica, que el componente estético tiene aparentemente poco que ver con la efectividad del arte en su aplicabilidad marcial o en el desarrollo de una estructura corporal para la lucha.

Nuestra sociedad no sólo es la sociedad de la imagen, es la sociedad de la imagen bella y, sobre todo, es la sociedad de la imagen bella por encima de cualquier vínculo con la realidad del objeto, ser o suceso representado. La estética nos atrae y todo aquello carente de ella parece tener que  argumentar sobremanera el sentido de su propia existencia o de cualquier interés en su dirección.

 Sin entrar en valoraciones peyorativas de nuestro contexto social, esta afirmación resulta muy remarcable en lo que a este artículo interesa. Época y elemento no deberían dividirse cuando queremos analizar el fenómeno que afecta a dicho elemento, puesto que los fenómenos y sus observaciones se corresponden a un momento en el tiempo y a unas condiciones específicas de influencia.

Cuando hablamos del Wushu deportivo, lo primero que se nos viene a la cabeza son acrobacias de gran espectacularidad, gestos impactantes y vestuarios que podrían competir con el habitual atrezo propio de grandes espectáculos como el cine o el teatro. Muchos elementos se han afincado con carácter propio en esta modalidad ya que el valor deportivo que se le ha decidido otorgar a la configuración estética del ejercicio tiene un peso específico en la valoración global que decanta el medallero. Esta relación del arte marcial con la estética como característica es incuestionable y, en gran medida, proporciona al arte interesantes líneas de difusión y atracción del público aficionado.

Con todo, los estilos tradicionales, a lo largo de su historia, no sólo evolucionaron en términos de efectividad. Su propia estética avanzó en la medida que la ejecución de sus rutinas traspasaba el velo sutil que divide lo artesanal de lo artístico, algo que afecta profundamente al individuo que representa el arte en cuestión.

Para los amantes de las artes marciales es difícil descartar la belleza implícita en cualquier estilo tradicional reconocido. Resulta difícil comprender qué necesidad de adornos tendría el ya de por sí hermoso desarrollo de una forma de  Kung Fu llena de expresividad y de armonía en su ejecución. Para el neófito,  es posible que esta hermosura quede solapada por la ausencia de elementos de virtuosismo acrobático que, en muchos casos, no tienen nada que ver con la realidad del combate ni con el arte marcial que lo integra.

Este debate, tan mantenido en el tiempo, resulta injusto porque enfrenta dos afirmaciones de partida equivocadas: por un lado sentencia que los sistemas marciales más estéticos son los menos efectivos, por otro, que a los menos estéticos se les supone una mayor operatividad para el combate. Igualmente, en ambos casos queda al margen por completo un factor imprescindible de incluir en la ecuación final: «el artista».

No hablamos de rudimentos marciales, no tratamos de referirnos a nuestras artes como procedimientos para el combate o utilidades marciales, nos referimos a ellas como artes y el arte y la belleza son sinónimos en contexto y definición.

Nos referimos al arte y estamos hablando de representación. Representamos en imágenes, en palabras, en formas, en movimientos, todo aquello que llega a nuestro escenario interior para darle salida impregnado de nuestra propia visión particular.

El artista actúa como un representador catalítico de la realidad a través del compendio de experiencias que lo configuran como Ser. Aborda la labor creativa en un proceso de representación en el que todo su cuerpo debe ejecutar esa representación particular que su mente ha dibujado, lo hace con los elementos que la experiencia vital y su propia intención le facilitan. Para ello, cuerpo, mente y espíritu deben funcionar en una misma frecuencia de producción y percepción que alinee sus intenciones más profundas y con el orden que el estilo al que se ciñe le dicta.

El arte no puede desmarcarse de la belleza porque lo uno y lo otro son polos de un mismo proceso de nomenclatura y realidad. No hay arte real sin la belleza implícita en lo creado desde el alma, y no hay belleza sin la intervención del alma profunda del ser en la producción o en la observación de lo producido.

Tras cada movimiento existe una historia compleja que implica lo más profundo del artista en su ejecución. Su intervención personal en un ejercicio definido hace cientos de años le exige una responsabilidad de justicia respecto a lo representado. No sólo se ejecuta una técnica, se reedita en un contexto y generación muy diferentes a través de un espíritu distinto al del creador. El artista intenta llegar a conocer ese espíritu a través del movimiento, de la observación en la evolución de su capacidad interpretativa, del registro de sensaciones y experiencias, así como las modificaciones que va aplicando a medida que su entendimiento sobre el arte crece.

Cada forma, cada técnica, cada momento del entrenamiento dedicado a esta aproximación es un momento casi sagrado en el que espíritus del pasado y del presente intentan tocarse y comunicarse por medio de un gesto, una respiración, un estado del alma en sincronicidad con todo lo que la ha llevado a ese momento.

La estética real de las artes marciales fluye por canales internos que no siempre son apreciables desde fuera pero su destello, su sutil emanación, puede percibirse por nuestra propia empatía con el estado espiritual del artista. En las artes marciales la experiencia es el único factor real al que podemos aferrarnos para ver, oír y palpar elementos que escapan a nuestros cinco sentidos. No podemos quedarnos en las gradas y opinar con la cabeza llena de ideas que nos impiden cualquier comunicación profunda con el arte que percibimos. Estamos ante algo vivo, algo que fluye en el tiempo y en el espacio y que no se detiene para ser analizado. En el momento en que lo hacemos desvirtuamos el continuo espacio tiempo que le afecta y que genera en nosotros cualquier capacidad de experimentar la verdadera realidad del arte, una realidad ligada indiscutiblemente a la estética.  El factor estético es un vínculo comunicativo de la obra. Sin la atracción de la belleza, la singularidad de lo observado corre el riesgo de difuminarse en el instante repleto de estímulos que lo rodea.

Cuando ejecutamos un movimiento de Taijiquan, por ejemplo, en el interior de nuestra estructura están funcionando todas nuestras células en un mismo orden, con gran precisión y con una intención demarcada por las propuestas del sistema y de nuestra propia capacidad para interpretarlo. Estamos ante una composición dinámica en la que las notas musicales son versos de nuestros desplazamientos enlazados entre las rimas que afectan a nuestra respiración y nuestro pulso. Escribimos en el movimiento versos dinámicos en los que los hombros armonizan con las caderas, los codos  con las rodillas y las muñecas con los tobillos. En esa composición observamos el reflejo y eco de las comunicaciones armónicas entre esas partes del cuerpo. Nuestro ser es testigo de esa interacción llena de inercias y de impulsos que nos llevan y nos traen a un entorno espiral de nuestra propia intención. Nuestra genética y nuestro movimiento se unen en un baile circular ascendente en el que los códigos que nos definen son, en ese instante, tan sutiles como nuestro aliento o la ausencia de pensamiento que caracteriza la vacuidad del movimiento. Esta acción no tiene reproducción exacta posible, es personal, intransferible en términos técnicos. El volumen de información que se está manejando y la forma en la que estas conexiones se producen sólo pueden tener una vía inicial de comprensión para el que lo observa.

Lo bello que puede resultarnos, lo que nos atrae a la observación, radica en su similitud representativa de las fuerzas de la naturaleza, las que nos mueven, nos crean y nos destruyen. Esta estética en el movimiento ocurre gracias a un enorme proceso de evolución interior que demanda de nosotros un desprendimiento de los lastres formados interiormente. Para fluir como el mar, elevarnos como el fuego, ser sólidos como rocas o sutiles como el viento, necesitamos encontrar esas esencias en nuestras bases arquetípicas más profundas. Su morada no es otra que la belleza vinculada directamente a lo que llamamos inspiración. Quizá la belleza como tal no es más que un estado del alma que se activa cuando una parte de nosotros comprende lo que ve como parte de lo que esencialmente somos.

Trascender exige pérdidas

Trascender exige pérdidas

Trascender exige pérdidas. Pérdidas de hábitos que han subsistido desde mucho antes de nuestra existencia.

Estos hábitos, en la inmundicia social actual, se contaminan aún más, como si se tratase de la trascendencia de lo oscuro a través de un contexto más amplio aún que el propio individuo.

Somos luz y oscuridad y, en ambos casos luchamos contra lo uno y nos atrae lo otro. Siempre luchamos. El sabor de la derrota o la victoria nos marca, nos condiciona y el rencor nace y se asienta en nosotros coloreando todo lo que tocamos.

Como títeres descabezados bailamos al son de los ritmos que nuestras nefastas creaciones, en su afán por existir, van propiciando en un mundo que ya no es nuestro. Es de un ser mucho mayor, casi compuesto de nosotros.

Ahora más que nunca necesitamos olvidar. La conciencia asciende, la impronta de las acciones de nuestro yo pasado, aquel que nunca existe, sigue marcando el paso.

Olvidamos que fuimos tristes, holgazanes, rencorosos, malvados, iracundos, profanos, desleales, inmorales, descorteses, traidores, egoístas, injustos, temerosos, osados.

Olvidamos todo ello para forjar nuevos caminos, nuevas perspectivas y dejar libre al bien que habita en nuestro interior para que abone el campo de nuestras maltrechas almas.

Tanto conjunto, tanto grupo, tanto espacio poblado de vagabundos del alma que esparcen los estupros de sus corazones sin trabajar ni pulir, contaminando todo lo que encuentran a su paso.

Nosotros avanzamos, olvidamos, esperanzados buscamos el bien sin dejar que sus lepras respiradas nos intoxiquen el aire de nuestro espacio, uno que no es nuestro porque somos ilusiones, pero bellas.

Damos luz apagando nuestra oscuridad con el olvido. Damos la alegría de dios al mundo, olvidando que fuimos demonios sin olvidar que lo fuimos.

Serenos, buscamos el camino de la bondad, la dulzura, la calma, el amor, la lealtad, la justicia, la alegría, la voluntad, el tesón, el sentido.

Recordamos estos espacios en la tendencia que nos guía hacia algo divino que abarca nuestras dos polaridades, una acabará con nosotros, la otra también. Una nos llevará hacia lo oscuro, la otra también. Una nos pondrá frente a nosotros mismos al igual que la otra. Una vencerá sobre la otra y sólo quedará el principio que estamos destinados a ser, aquel para el que la creación se contuvo en nosotros y se expandió en nuestro interior empujando en una dirección, en un sentido que no comprendemos.

El universo entero opera a través de nuestra capacidad de olvidar para trascender recordando, qué ironía.

Confucio. Mucho más que un sabio.

Confucio. Mucho más que un sabio.

La milenaria cultura china nos ha proporcionado miles de regalos culturales que nos han llegado de la mano de misioneros, investigadores, comerciantes y soldados entre otros.

La deuda cultural que occidente tiene con esta magnifica civilización no tiene parangón.

Sin embargo, el impacto que nuestra cultura occidental ha tenido sobre este extremo oriental no ha sido tan constructivo como correspondería a lo recibido, por lo menos hasta ahora.

En la actualidad, China se va abriendo paso desde los límites de una política inicialmente restrictiva a una economía abierta de mercado en la que, esta vez sí, las influencias culturales de ambos bloques se han interrelacionado creando, a través de las relaciones comerciales y económicas, un diálogo cultural de primer orden.

De china nos han llegado las artes marciales y de china nos ha llegado una filosofía que muestra importantes paralelismos con las construcciones filosóficas de nuestros filósofos antepasados.

El lugar que entre esos filósofos ocupa Confucio en el seno de todas las etapas históricas de la china que conocemos es inmenso, tan inmenso como la rectitud y escalas a las que apuntaban sus ideas.

Confucio[1] o Kung Tse,  pertenece a una época muy conflictiva de la civilización china. Nació en el año 551 a.C. en el periodo histórico denominado «Periodo de Primavera y Otoño» (770-476 a.C.).

La situación económica, política y social de la época definió en su momento con una importancia ineludible las características con las que este gran sabio construyó el corpus de sus reflexiones filosóficas. Desde las Analectas al Meng Tse, todo su pensamiento queda registrado en los denominados 4 libros clásicos. De estos libros: Tai Ho (Ciencia superior), Chung Yung (Doctrina del equilibrio), Lun Yu (Analectas) y Meng Tse (Libro de Mencio) hay que destacar el que recoge el eje de su filosofía, el Lun Yu, en el que quedan registrados diálogos entre el maestro y sus discípulos en un interesante juego de cuestiones y situaciones que nos colocan de frente en el camino que el ser humano debería seguir en su juego social para mantenerse en el equilibrio que le corresponde al ser humano que aspira al crecimiento interior.

Ampliamente criticado por los taoístas que no llegaron a comprender bien la realidad a la que Confucio se ceñía, a veces fue víctima de las más absurdas incomprensiones y de la idealización más burda del conjunto sutil que conforma toda su filosofía.

Confucio fue ante todo uno de los más grandes sabios chinos de todos los tiempos.

Sus ideas pasaban por entender que lo que al hombre le concierne no debería ir más allá de lo que sus innatas capacidades le han concedido. Adentrarse en los territorios de la metafísica generaba en el individuo una necesidad de renuncia que no se correspondía con la realidad de las intenciones del ser humano, que depende y existe gracias a su capacidad para la socialización, para la relación con otros seres humanos con los que comparte y lucha.

Su visión de la política resulta en extremo idealizada. Parte de una premisa fundamental para la elaboración de sus teorías, la calidad humana y la capacidad del ser humano para la bondad y la elevación.

Lejos de apoyar los elementos anárquicos que surgían en otras escuelas de pensamiento igualmente afectadas por la situación política de la época, Confucio mantuvo durante toda su vida, pese al escaso reconocimiento de sus contemporáneos, la esperanza en crear un estado equilibrado gobernado por individuos capaces, leales y justos que impartiesen modelos de convivencia pacífica y organizada respetando los ritos y las costumbres como ejes fundamentales de la armonía social a la que todo su pensamiento aspiraba.



[1] Confucio resulta ser la latinización de Kongzî , cuyo significado se aproxima al de «Maestro Kong». En algunos textos antiguos aparece como Zhòng Ní. Se le reconoce el  nombre oficial de Qiu.

Pensamiento de noviembre

 «Pon tu mano en una estufa caliente durante un minuto y te parecerá una hora, siéntate junto a una chica bonita durante una hora y te parecerá un minuto, eso es la relatividad.» 

Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)