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La decisión de afirmar nuestra espiritualidad

La decisión de afirmar nuestra espiritualidad

Dividimos la vida entre la fe y la certeza. Entendemos que el principio fundamental de todo nos llegará revelado como un misterio que se destapará frente a nuestras narices. El alma, el espíritu y todos los elementos intangibles del hombre, no son más que proyecciones mezcladas de recuerdos y vivencias según la ciencia.

Las explicaciones son tan abundantes como la inconsistencia real de éstas. Vivimos inmersos en la duda del motivo de nuestra existencia para dibujar ciclos de censura a nuestra angustia existencial. Crecemos tapando estos ruidos interiores que nos empujan a definir por qué hacemos lo que hacemos. Hacía dónde nos dirigimos es la pregunta fundamental que todo el mundo se hace, sin pensar que en realidad cada paso que damos lo damos por propia decisión.

No sabemos de qué va todo esto. Si realmente tenemos alguna certeza es que no sabemos ni sabremos nunca el motivo de ser, de estar, de sentir; quizá porque esa carta parece no tener un remitente real fuera de nosotros. Navegar entre estas ideas nos trae a veces más dolor que armonía y, por eso, decidimos enterrarla y olvidarla, imaginando que nuestra vida será más fácil sin ese problema en la mente.

El enorme problema de nuestros tiempos es que hemos sucumbido a una idea, una terrible idea que aflora ocasionalmente en el corazón de todas las personas: «el espíritu no existe», volviendo a señalarlo como algo diferente de lo que en realidad somos todos y cada uno de nosotros. Hemos utilizado el método científico para subyugar a la experiencia directa llegando a conclusiones sin sentido. El espíritu no existe, es cierto, no tiene entidad propia, es una característica de nuestra existencia individual y colectiva. No hay un espíritu, somos espíritu además de materia. Nos mueven impulsos profundos que no están relacionados exclusivamente con  nuestras neuronas.

Esta falta de conciencia en nuestra parte espiritual nos ha llevado a anular cualquier interacción entre nuestro corazón y nuestra capacidad intelectual. Por este motivo, nuestro proceso de comprensión propia está estancado en un bucle que sale una y otra vez de nosotros buscando algo que  no existe fuera de nuestro propio universo cognitivo.

No existe ninguna verdad que buscar, sólo puede existir una única verdad, aquella en la que seamos capaces de creer profundamente. Nuestro espíritu es algo en lo que podemos creer si lo decidimos en la medida que lo necesitamos. Nos guste o no, necesitamos esa faceta de nuestro ser para evolucionar de forma equilibrada y feliz. Las verdades impuestas, dictadas, obligadas a demostrarse empíricamente o contrastadas históricamente, pertenecen al terreno de lo tangible y por lo tanto no sirven de alimento al espíritu humano. El espíritu, nuestra verdad y nuestro destino, forman parte de nuestra determinación existencial, de nuestra capacidad de definir qué y cómo queremos ser.

En la medida que nos dicta la lógica, querremos saber qué nos impulsa a tener que definir estos elementos para vivir una vida plena y realizada. Quizá esa cuestión, en esencia, no tiene otra utilidad que invitarnos a redefinir constantemente estos parámetros espirituales, para no olvidar que tenemos los mandos de la nave. No podemos dormirnos en nuestra actividad de construirnos en la libertad de nuestra expresión espiritual individual.

Vivimos tiempos difíciles para que esta faceta de nosotros se manifieste y nos proporcione todo aquello para lo que existe. Ahora, quizá más que nunca, la distracción de este extremo de nuestro ser es más abundante y compleja que nunca. La ciencia ha tapado por completo este elemento, quizá porque ha renunciado a poderlo interpretar dentro de sus muy complejos paradigmas. Por más que avanzamos hacia el centro de la creación, hacia el denominado Big Bang, más nos preocupa comprender que no sabemos que pudo ocurrir instantes antes de este posible evento.

La sensación de conocimiento es tan irreal como todo aquello que descartamos de nuestra esencia intangible por su dificultad de análisis. No es analizable, es decidible. Decidimos actuar acorde a un espíritu determinado que aflora de manera natural cuando aceptamos que lo somos, que lo tenemos, que forma parte de nosotros.

Necesitamos darle a nuestra mente una idea que tenga la misma fuerza unificadora que esa que la ciencia nos insertó disgregando nuestra convicción espiritual. El mundo navega en aguas turbulentas en las que el dolor, la ambición, la guerra, el hambre, el egoísmo, la enfermedad, campan a sus anchas como si nada se interpusiese en su camino.

Esta negra senda ha invadido los territorios que antaño eran el refugio espiritual del ser humano: «las religiones». La oscuridad ha llegado a ese, otrora sagrado, territorio plagándolo de casos que contaminan la creencia en cualquier faceta espiritual humana sin dejar piedra sobre piedra. Los intereses económicos de iglesias, industrias armamentísticas y farmacéuticas se dan la mano cuando la bicoca de la guerra abre sus fauces tragándose a tantos que no llegaron a comprender su capacidad de decidir sobre la verdad, su capacidad de establecer su verdad y compartirla.

Ahora estamos quizá en una de las épocas más oscuras de nuestra existencia, una época en la que está justificado experimentar con otros seres vivos, destriparlos en vida para descubrir cómo sienten el dolor, una época en la que las guerras previenen la posibilidad de una guerra, una época en la que el fin justifica los medios, aunque los medios inviten a un ser humano a inmolarse para masacrar a otros en aras del establecimiento equilibrado de dios, como si alguno de los existentes pudiese abarcar el significado de dicha palabra.

Antes de hablar de Dios tenemos que hablar de nosotros. Tenemos que darles a nuestros hijos la facultad de ser fuertes espiritualmente, de no dejarse engañar por los juguetes distractores de la misión vital que nos concierne, esa en la que el ser se autodefine y decide sin dudas cuál es su verdad. No podemos recorrer un camino equilibrado si no somos capaces de comprender la esencia simbólica del equilibrio, nuestro papel predominante en esa acción y el destino que nos confiere vivir en una justicia equilibrada, en la que nuestra verdad no justifique destruir nada que no nos pertenezca.

Todo puede y no puede ser, no hay más reglas que las que fijamos interiormente convencidos de su poder, de su fuerza para hacernos felices lejos de mensajes de ayuda externa que nunca llegará. Manteniéndonos aislados de esta posibilidad, los poderes oscuros que nos rodean hacen lo que quieren mermando la voluntad de todos aquellos que sucumben ante el dinero, la ambición, la ira y todos esos elementos que negamos pero que existen con toda rotundidad.

El ser humano es un ser espiritual. Si renunciamos a esa faceta de nuestra existencia, el destino de nuestra desaparición es inevitable y la claridad de esta dirección es ahora más visible que nunca. Debemos reforzar nuestra fuerza espiritual integrando en nuestra vida los rituales ancestrales que se definieron con ese fin. Debemos propiciar la acción de dar, de ayudar, de amar, de purificarse y de mantener una mente libre de pensamientos oscuros, no por represión, sino por comprensión de su naturaleza destructiva y dañina que en nada ayuda a nuestra felicidad. Espiritualidad no es recitar una sílaba durante horas, es hacerlo en la convicción de que hemos decidido que, con ese gesto, nuestra determinación por purificarnos y por purificar al mundo se tornará inquebrantable. Quizá, si decidimos creer en esto dispondremos ya de una verdad a la que nuestro espíritu se aferre para emerger.

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