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De qué sirve nuestro Kung Fu

De qué sirve nuestro Kung Fu

El sentido de nuestro entrenamiento a veces se desdibuja como si de una bruma otoñal se tratara. Es lógico, natural y saludable que esto ocurra, y el ejercicio derivado de esta pérdida momentánea debería ser la reflexión general a un nivel más profundo de introspección que nos permitiese fortalecer nuestros lazos con el estilo que practicamos.

Aunque parezca contradictorio, el arte marcial practicado, cualquiera que sea, debe ser inicialmente aprendido y posteriormente trascendido. Esta trascendencia, esta despedida de la estructura que nos va a acompañar durante tantos años, es la que nos permite realmente acceder a un nivel de reacción natural directo. Cuando me refiero a una despedida de la estructura no me estoy refiriendo a olvidar lo aprendido, me refiero a dejar de referenciar constantemente de forma racional todo ese contenido técnico, conceptual, filosófico y estratégico. Nuestra efectividad marcial depende en gran medida de que nuestra reacción ocurra inmediatamente en los términos en los que el estilo nos ha adiestrado, sin dudas, sin titubeos, con la máxima determinación y convicción de justicia que nuestra moralidad nos permita.

¿Por qué hay que dejar de referenciarlo? La razón de su presencia en nuestro proceso racional estriba en la necesidad que tenemos de comprender las cosas antes de interiorizarlas. Esto evita que seamos unos sujetos programables como robots que obedecen a aquello que se les dicta. Es un proceso sano que debe ser ejercitado fuera del momento del entrenamiento para ir construyendo mentalmente nuestra estructura dentro del estilo. La lógica y la calidad de la enseñanza deben hacer el resto del trabajo de interiorización.

Está claro que un entrenamiento según los patrones de los estilos antiguos nos exige una iniciación basada fundamentalmente en la fe en nuestro maestro, en el linaje, en el estilo y en la escuela en la que aprendemos. Esta fe del siglo XXI es muy diferente a la fe del siglo XVII por ejemplo. No debemos olvidar que el concepto de escuela de artes marciales chinas es relativamente moderno y que la fórmula de transmisión de los estilos era comúnmente realizada en monasterios, cuarteles o casas de guardaespaldas, sin contar las tradiciones familiares a las que normalmente no accedía nadie ajeno a la familia.

El contexto en el que estas personas aprendían era muy diferente al nuestro. Nosotros disponemos de numerosos trabajos historiográficos sobre los estilos marciales, tenemos vídeos, páginas Webs, referencias en foros y blogs sobre esta o aquella escuela y, en definitiva, ya hemos probado el plátano mental del arte antes de hincarle un solo diente.

Esta ventaja que tenemos a la postre se torna en un don poco valorado y muy mal interpretado. Esta cantidad de información fluyendo hace que entremos a valorar sabores y sensaciones a las que realmente no hemos accedido. Desde esa perspectiva se construye un entramado crítico injusto hacia los sistemas tradicionales y hacia la práctica marcial en general que puede desmotivarnos en el esfuerzo de aprender y trascender que apuntábamos al principio.

El valor y efectividad de un estilo resulta muy difícil de demostrar en tanto que la situación en la que se ponga a prueba, se evalúe, esté en el límite real para el que fue diseñado. Hablamos de modelos de finalización física en los que el dominio del oponente contrario no era, en la mayoría de los casos, la prioridad. Urgía la finalización inmediata para salvaguardar la vida sin prolegómenos, sin juegos y sin muchas opciones de intercambio.

Esto nos aleja mucho de tener la posibilidad de valorar el grado de efectividad de un estilo en tanto que siempre que queramos probarlo lo estamos castrando de antemano. ¿Cómo podemos valorar entonces la efectividad de nuestro sistema? Resulta casi imposible que la técnica que aparece en los estilos tradicionales pueda ejecutarse a modo de prueba con un individuo cuya vida e integridad física debemos respetar. No solo eso, tenemos que preguntarnos si lo que buscamos es realmente una práctica marcial tradicional o si queremos acceder a una de las múltiples fórmulas de deportes extremos que nuestra sociedad insiste en desarrollar.

La vía marcial es otra cosa. Aunque muchos nos hemos tirado al barro a veces con exhibiciones sin sentido para hacer creer al público que las películas de los 70 y 80 tenían algo de verdad, la realidad del entrenamiento de los sistemas tradicionales va por otros derroteros.

El entrenamiento exige una conexión directa desde el corazón del practicante con el mensaje de su maestro. Es un mensaje que apunta a una progresión continua en su propio autoconocimiento. El conocimiento de sus emociones positivas y negativas, el conocimiento y progresión de sus límites físicos y psíquicos, el conocimiento de su actitud en la interacción con sus semejantes. A través de la práctica tradicional no se trata de vencer a nadie más que a nosotros mismos para estar debidamente preparados ante los baches de la vida, generando aceptaciones fundamentales, nucleares, para la felicidad del individuo. Aceptar la muerte como una fase de la vida y no como una derrota, aceptar la soledad como destino final al que todos nos iremos acercando tarde o temprano, nos permite vivir intensamente, sin virtualidades, el ahora constante en el que discurre realmente nuestra existencia consciente.

Ser capaces de vivir realmente. Ese es nuestro objetivo a través de una inmersión inmediata en el presente del entrenamiento, un presente en el que el esfuerzo, la concentración, los valores profundos de hermandad y honor en los que se basan esta disciplinas, nos encajan perfectamente para «demostrarnos», ahora sí, que es posible vivir sin proyectarse hacia delante o hacia atrás. Que es mucho más importante el ahora que el mañana incierto. Que lo que ocurrió ayer no debería atormentar un presente en el que aquello ya no es más que un leve eco desaparecido.

Esta demostración debería ser la que respondiera a nuestras preguntas sobre la validez del sistema. Esta demostración diaria en el entrenamiento debería afilar nuestro sentido común tanto que pudiésemos cortar con él todos estos mensajes subliminales que intentan alienarnos para  crear una cultura de pensamiento homogéneo.

Pensar libremente comienza por fijar un punto real de partida para ese pensamiento. Actuar libremente depende de que ese pensamiento y nuestra acción reflejen, por si solos, la necesidad que tenemos de armonía con todo lo que nos rodea. Ese eje de reflexión nos podría acercar poco a poco a la orilla de nuestra búsqueda real, esa que no nos atrevemos a plantearnos debido al gran murmullo constante que nos han metido en la cabeza. Quizá sentir como ese murmullo va perdiendo su poder puede ser una verdadera demostración de que nuestros sistemas realmente funcionan.

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