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P-atentar

P-atentar

La capacidad humana para la apropiación es increíble. No solo se nos define por nuestra capacidad de adaptación sin parangón en la cadena biológica de este pobre planeta que nos acoge, sino que esta capacidad está íntimamente ligada a otra mucho menos honorable, por lo menos yo lo veo así, que es la de la apropiación.

Esta entrada no se va a dirigir hacia el tumulto político en el que nuestro país está actualmente inmerso, de eso ya estamos más que sobrados. El foco se dirige a nuestra capacidad para apropiarnos de todo aquello que nos es útil y, aquí va la parte que pretendemos criticar para superar en este post, la forma en que impedimos que otros accedan a estos bienes para que pudiesen hacer exactamente lo mismo que nosotros.

Da la impresión de que a veces no es tan importante hacer las cosas como el que otros no puedan hacerlas. Este problema, no sé si nacional o internacional, es más que evidente si raspamos un poco en la superficie de nuestras historias.

En nuestro país, la guerra por patentar lo impatentable está hiperactiva. Fruto de un evidente miedo a la emulación superior, todo aquel que descubre un conocimiento o que se encuentra después de mucho trabajar, o poco, con algo relevante que puede ser objeto de deseo, se afana lo antes posible en salvaguardar esta propiedad para impedir que otras personas accedan a ella. La competencia positiva parece un delito inoportuno.

En ese acto, nos olvidamos que la mayoría de las cosas que pasan por nuestras cabezas tienen mucho que ver con los millones de antecesores que nos precedieron en el noble acto de pensar. Todos esos maestros, todos esos científicos, todos los que a lo largo de la historia se han empeñado en transmitir lo que sabían, son una parte importante de nuestros descubrimientos actuales.

Nos sentimos enormemente sorprendidos al encontrar similitudes de pensamiento entre los filósofos presocráticos y entre algunos descubrimientos recientes de la física cuántica. Nos sorprende que algunos medicamentos que aparecen como la gran revelación estén siendo utilizados desde milenios por tribus perdidas en el mapa. Nos sorprende sobre todo que, teniendo acceso a todo este potencial de información del que disfrutamos gracias a que «otros» han diseñado y puesto en marcha esta maravilla teconológica que es internet, otras personas tengan ideas coincidentes a las nuestras, es más, ideas iguales a las nuestras.

No podemos olvidar que todos hemos mamado de la misma teta televisiva, hemos visto Erase una vez el hombre, hemos disfrutado de Carl Sagan y su magnífico Cosmos mientras que en nuestras casas, nuestros padres y madres hablaban de lo que es España y de la vida familiar. Hemos estudiado los mismos planes de estudios, politizados o no; también hemos compartido las glorias y desgracias de deportistas y de tantos y tantos que se anticiparon a nosotros en la actividad literaria, artística, científica o espiritual.

Nada de lo que decimos, pensamos o hacemos es realmente una acción individual nuestra. Somos la fuente desde la que brota todo aquello que nos ha atravesado y que, lógicamente, al hacerlo se impregna de un poco de nosotros.

En Estados Unidos están patentando las Asanas del Yoga, en nuestro país, términos como Daoyin o Wushu/kungfu han corrido la misma suerte. Patentamos porque tenemos mucho miedo de que otros estén viendo lo mismo que nosotros y pretendan aportar su visión personal de ello. Patentamos porque nos olvidamos que estos conocimientos no son nuestros, no son sino de una humanidad implicada siglo tras siglo en transmitir lo que sabían a las futuras generaciones. Quizá hemos descuidado la generosidad natural del ser humano por un ejercicio continuado de desagradecimiento hacia todo aquello que nos rodea.

Olvidamos darles diariamente las gracias a nuestros padres por habernos dado el entorno que nos ha permitido progresar en la vida. Olvidamos que los ancianos que cobran «la paga» se han partido el pecho y la espalda levantando este país en ruinas desde hace tantos siglos ya. Olvidamos que las artes marciales, las corrientes filosóficas, las prácticas psicofísicas, son expresiones humanas intemporales que no pueden ser propiedad de nadie.

El ejercicio de nuestras enseñanzas, la actividad pedagógica, el esfuerzo económico en la difusión tiene que tener una evidente contrapartida económica en un mundo que ha utilizado este valor como eje direccional de su actividad social, pero no podemos apropiarnos de estos elementos para que otros no los puedan realizar igual que lo hacemos nosotros. No podemos decir que este o cualquier estilo es exclusivamente representado por mí o por aquél. Sería una muestra de soberbia garrafal que, de haberse dado en otros tiempos, habría impedido que estos conocimientos nos alcanzaran a estas alturas del siglo XXI.

Hay que pagar muchas cosas, hay que afrontar muchos desvelos en la difusión y en el desarrollo de los sistemas que practicamos, pero si para poder hacerlo tenemos que impedir que otros lo hagan, nuestra actividad será perversa de origen. El conocimiento de la humanidad pertenece a la humanidad y deberíamos ejercer la humildad suficiente para que esta idea nuclear de nuestra evolución no se pierda. Millones de personas ofrecen sin cargo sus conocimientos, sin patentes limitantes. En un mundo en el que comienzan a patentarse hasta los virus, tendríamos que dar un paso al frente y, dejando que los listos incompetentes habituales se estrellen en su propia inmundicia personal, desarrollar y difundir lo que sabemos de forma humilde, responsable, generosa y con todo el amor que la humanidad se merece. Una humanidad sin blancos ni negros, sin hombres ni mujeres, sin listos ni torpes, una humanidad de hermanos comprometidos en su conjunto para elevar el concepto del ser hacia su cota más alta. A ver si somos capaces de hacerlo.

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