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Kan Li Think

Filosofía perenne

Tú decides

Tú decides

Qué difícil es decidir en los tiempos que corren. Cuando la oferta de todo es tan amplia, parece una labor titánica centrarse en el objeto que pretendemos adquirir. De ello se nutren las campañas publicitarias que nos bombardean constantemente con mensajes que van a todos los niveles de nuestra percepción.

Esta agresión constante a nuestra serenidad parece justificada en una guerra comercial en la que los más insistentes, los más competitivos o los menos escrupulosos, barren nuestros descansos perturbando los pocos momentos de serenidad que tenemos entre trabajo, obligaciones y sueños.

Sin embargo, parece que esta lluvia mediática que nos impulsa a desear, a necesitar cosas que antes ni sabíamos que existían, está llegando a su límite natural. Estamos ante un cuello de botella en el que nuestra propia psique ha establecido fórmulas para dejar de ver y oír los mensajes que se apartan de lo que realmente podemos necesitar.

Según la MTC, nuestra capacidad de decidir libremente y con acierto está vinculada a la circulación energética del elemento madera, en concreto a nuestro sistema energético vinculado al Hígado. Quizá si observamos la violencia y agresividad creciente de nuestra sociedad, la represión progresiva a la que las personas se ven abocadas para seguir las normas impuestas, el clima de injusticia social y el desorden natural de nuestras vidas, podemos comprender la relación existente entre todos estos elementos para poderles dar una sutil patada y reconducir nuestra funcionalidad humana. Sí, funcionalidad ante la vida, por y para la vida.

Para un artista marcial, el control sobre el centro es fundamental, el control sobre sus emociones negativas o sobre la exageración de aquellas que en su justa medida son un signo de salud física y mental, se convierte en una decisión también. Una decisión y una determinación inquebrantable de seguir en la dirección correcta por muchas veces que se nos bifurque el camino que tenemos por delante.

Nuestro razonamiento funcional tiene un carácter externo en nuestro plano psíquico, la reflexión tiene una funcionalidad vital para la supervivencia y para la existencia comunitaria. Nuestras emociones están en un plano más profundo. La acción de un plano sobre el otro en equilibrio nos permite establecer lazos entre nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras emociones y nuestro sentido vital. La supervivencia y evolución de nuestra naturaleza primordial depende de la sana interacción entre nuestro pensamiento superficial y nuestro pensamiento profundo, entendiendo el razonamiento como lo primero y las emociones como lo segundo.

Cuando nos vemos obligados a decidir, constantemente, sobre todo lo que acontece no estamos contraviniendo ninguna norma natural de la vida, simplemente estamos realizando una acción equilibradora entre un yin o un yang contextual concreto. Sin embargo, cuando esta acción es constante y tenemos ante nosotros a cada momento, no dos o tres opciones de decisión, sino miles, millones, entonces estamos en realidad frente a un problema de percepción que debemos abordar inmediatamente.

No somos ordenadores. Nuestra mente está siendo obligada a evolucionar en la dirección de una máquina, de un ser capaz de hacer millones de cálculos por segundo antes de dar un paso. Esta asimilación de nuestro pensamiento, de nuestra capacidad psíquica a la de un ordenador, por una parte nos muestra el interés de algunos de implicar laboralmente el 100% de nuestra efímera existencia y, por otra, nos está mostrando un desvío equivocado de nuestro proceso evolutivo. Muchos pensarán que esto no tiene vuelta atrás. No estoy de acuerdo.

Nuestra evolución como personas, definición que aglutina no solo a nuestro cerebro y a nuestro cuerpo, está vinculada directamente a nuestro proceso de maduración y comprensión profunda. Nuestro crecimiento personal tiene una única dirección sin tantas decisiones. Necesitamos acometer un plan de supervivencia acorde a nuestra adaptación natural al medio que ya nos está impulsando a dejar de oír, dejar de mirar y dejar de hablar. Podemos hacernos multitud de preguntas para afrontar este problema:

·         ¿Qué pensamientos nos sacan del eje?

·         ¿Por qué lo hacen?

·         ¿Cómo hemos llegado a darles ese poder?

·         ¿Quién los dirige realmente?

·         ¿En qué medida intervienen los diferentes sistemas sociales en esta situación?

·         ¿Hasta qué punto obedece ese estado a nuestra real naturaleza?

·         ¿Cómo se relacionan nuestras emociones desequilibradas con determinados enfoques de razonamiento?

·         ¿Cómo puedo revertir la situación?

·         ¿Hasta qué punto estoy inmerso en este caos?

·         ¿Qué necesito realmente para mantener el equilibrio?

·         ¿Hasta qué punto puedo desenfocar los pensamientos desequilibrantes?

·         ¿A dónde puedo mirar para recuperar mi centro?

·         ¿Cuál es el estado ideal para conseguir mantenerme en ese proceso?

·         ¿Cómo evito las recaídas?

Si tras hacernos estas cuestiones comprendemos que nuestra vida discurre en un clima de complejidad extremo, en parte motivado por la gran cantidad de necesidades adquiridas absurdas, podremos concretar, sin necesidad de decidir por la pastilla roja o la azul, que es el momento de levantar el pie del acelerador.

Es el momento de comprender lo fundamental, lo necesario, lo inequívocamente humano que hay detrás de nuestro sentido, detrás de este pequeño fragmento de tiempo que llamamos vida.

Un artista marcial decide con rapidez ante el conflicto, decide antes del conflicto. Decide sobre las vías de escape, sobre las formas de disolverlo, sobre cómo estamos siendo arrastrados hacia él, cómo participamos en su progresiva inflamación. Esta capacidad de decidir no puede estar agotada por miles de elementos  que nada tienen que ver con nuestra real supervivencia. Necesitamos pensar con claridad, discernir y tomar las decisiones acertadas para la vida. Este es el primer pilar de decisión, decidir vivir.

Cuando estamos inmersos en el conflicto, cuando estamos en la distancia en la que no hay marcha atrás, ya hemos saltado al vacío. A partir de ahí no hay decisiones posibles. Solo queda una acción resuelta y guiada por lo que ha sido nuestro entrenamiento a lo largo de los años. Nuestras decisiones tienen un contexto natural, si agotamos nuestra energía para decidir, agotamos nuestra capacidad para crecer y para gestionar con acierto estas situaciones de conflicto. La madera también tiene esa característica en la MTC, el crecimiento, el florecimiento que, de no tener energía suficiente por agotarse en banalidades, puede llevarnos a tomar el camino equivocado, un camino que en ese caso estará acompañado por la ira, por la tensión, por la enfermedad y por el desconcierto de no comprender por qué o para qué estamos actuando de esa forma concreta.

Decidir vivir es apostar por lo simple sin perder de vista la enorme complejidad de la naturaleza de la que formamos parte. No podemos dejar de maravillarnos de la realidad de la creación, de cómo la vida fluye, pulsa a nuestro alrededor, unas veces haciéndonos actores y otras espectadores de tan magnífico espectáculo.

Decidirse por la conversación, por la paciencia, por esperar tranquilo sin sobresaltos la lógica maduración de la vida forma parte de un enfoque saludable de nuestros aspectos psíquicos. Dejar de alterar constantemente nuestras emociones a través de un deseo imposible de satisfacer por la miríada de objetos sobre los que nos impulsan a decidir, de una visión limitada de lo que somos o lo que podemos ser. Si sentimos realmente en silencio nuestro interior, no habrá dudas de lo que somos. No necesitamos decidir qué hacer porque nuestra naturaleza nos guiará correctamente a través de una acción abierta desde el mismo corazón.

Si dejamos entrar los mensajes que nos invitan a tomar partido en exceso sobre aquellos elementos que no aportan a nuestra vida nada más que complejidad, consumo, dispersión, distorsión, evasión de lo importante, seguramente fabricaremos mil y un argumentos para no salir de esa espiral insana e inhumana.

El ser es lo que es. Su evolución es la evolución de la consciencia. Ser conscientes constantemente del instante presente, de la realidad que nos envuelve y nos aborda, la que sí que requiere nuestra presencia física, mental y espiritual. La vida ciertamente es un proceso constante de decisiones, pero decisiones desde el equilibrio, decisiones sobre lo vital, sobre lo humano, sobre lo realmente necesario. Decidimos ser quienes somos, sin inducciones. Decidimos hacer el bien o el mal, decidimos apoyar a las personas o hacerlas caer, decidimos ser nosotros mismos o un personaje inventado por otros para que alimentemos sus arcas a costa de nuestra propia naturaleza.

No hay revoluciones de sangre y fuego. La máxima revolución a la que podemos aspirar es la revolución de decidir por nosotros mismos, desde nuestra naturaleza, el camino real de nuestras vidas, nuestra coherencia sobre los elementos reales de la felicidad que queremos fomentar y difundir. Esta revolución sobre la decisión profunda nos permitirá no caer en el engaño del consumo, en el engaño de la política, en el engaño del pensamiento inducido. Nos permitirá levantarnos por la mañana afrontando el proyecto vital diario de fluir en la vida con amor, bondad, paciencia, ilusión, esfuerzo y voluntad de progresar en todos los aspectos positivos de nuestra conciencia. Es cierto que lo oscuro también vive dentro de nosotros, pero nosotros decidimos hacia dónde dirigir nuestro foco mental, decidimos qué nos calienta desde dentro el corazón y qué nos calienta superficialmente agitando emociones que desequilibran nuestra energía.

La paz depende de esta revolución personal interior. Depende de nuestra capacidad de ser ejemplares en el ejercicio de esta determinada decisión de ser nosotros mismos, de ser auténticos. Una revolución imparable porque el corazón del ser humano es la fuente de energía más potente del universo, estamos formados por el mismo Qi que anima a las estrellas a brillar, que guía el movimiento de los planetas y los astros de este inconmensurable universo.

Si somos conscientes de nuestro papel en este gigantesco entramado, dejaremos de utilizar nuestra vida para estas pequeñas cosas sin sentido. Nos centraremos en aumentar nuestra conciencia, el elixir sagrado de este universo formado de partículas que no sienten, que no sueñan, que no comprenden. Estas características de la energía del universo se dan en cada uno de nosotros, nos permiten ser la quintaesencia de la evolución de un universo expansivo que converge en nuestra capacidad para desarrollarnos con la misma fuerza expansiva que hace girar el espacio y el tiempo.

Esta es nuestra verdadera e imparable revolución, la que dará al traste con toda la oscura superficialidad que pretende convertirnos en un montón de chatarra de usar y tirar. No podemos ni debemos ceder ante esta tendencia, debemos mantener vivos los valores que nos hacen ser humanos, esa misión no imposible le da todo el sentido que necesita nuestra existencia.

A partir de esa convicción, de ese sentido de nuestro papel fundamental en el universo, encontraremos toda la motivación necesaria para abordar las tareas que nuestro corazón nos proponga, conscientes entonces de que nuestra misión es la misma misión de la creación. Que nuestra acción diaria no es diferente de la radiación solar que hace brotar la vida. Que nuestra ilusión por amar y ser amados es el objeto último de un universo que quiere comprenderse, a través de nuestra propia consciencia, porque todo lo que vemos y lo que nos llega no deja de ser un reflejo interpretado de nosotros mismos.

Dos sencillas premisas

Dos sencillas premisas

Algo tan aparentemente complejo puede resultar extremadamente simple si somos capaces de concentrar el enfoque de nuestra perspectiva hacia un aspecto fundamental de nuestra existencia.

El ser humano busca, sobre todas las cosas, ser conscientemente feliz. Una felicidad consciente sujeta a un requisito fundamental: ser socialmente libre sin que esa libertad afecte a la felicidad consciente de nadie de forma negativa.

Podríamos remarcar estas dos afirmaciones como la idea central de nuestra existencia enfocada hacia el bien y hacia un sentido razonable de vivir.

Lejos de quedarnos en las palabras, debemos reflexionar profundamente sobre estas dos ideas para clarificar, si conocemos la felicidad, si somos realmente conscientes y si todo ello ocurre en un entorno en el que podemos expresar con libertad la esencia de nuestra persona.

Por desgracia, el entorno en el que actualmente nos encontramos aún no ha llegado a ese punto. Es fundamental entender que quizá la convergencia de nuestra evolución hacia esos parámetros depende absolutamente de nuestro esfuerzo por establecer estas leyes en lo más profundo de nuestra búsqueda personal.

Para lograrlo necesitamos aceptar nuestra colectividad, aceptar que no estamos solos y que nuestra supervivencia en esta naturaleza ha dependido siempre de nuestra capacidad para organizarnos como grupo y asumir, desde ahí, las vicisitudes que nos afectan.

Todo ello pasa por lograr un estado de conciencia elevado, un estado en el que seamos capaces de distinguir la felicidad del sufrimiento, asumiendo las dos caras de esta moneda en una sociedad egoísta, pero entendiendo que podemos renunciar individualmente a este egoísmo imperante.

 Otro problema de nuestro grupo humano es la magnitud demográfica que hemos alcanzado. Una magnitud sin parangón en ningún estrato conocido de nuestra historia. La cantidad de personas y sus complejidades individuales hacen muy difícil establecer un gobierno propio que esté a salvo de los egoísmos que nos rodean, egoísmos insensibles a cualquier mensaje que les invite a evolucionar su conciencia hacia una empatía social positiva.

Estando así las cosas resulta complicado afrontar un enfoque transformador en nuestra sociedad que nos augure un destino feliz. Como siempre no nos queda más fuero que el propio, ni más objetivo en nuestras vidas que centrarnos en ellas y en lo cercano que nos rodea. La asociación de afines puede dar una potencia positiva a este impulso, pero resultará fundamental que esta reunificación de un colectivo que presione con estos valores humanos no naufrague en los pozos inevitables que toda estructura de volumen acaba desarrollando por debilidades de principio.

La organización libre y decidida a transformar la sociedad debe partir de una educación absolutamente enfocada desde las dos premisas inicialmente expuestas. Eso significa erradicar el elemento competitivo como motivación jerarquizante de los logros evolutivos personales. Eso requiere una entrega absoluta del educador a la transmisión desde el ejemplo de su propia evolución personal, una evolución en la que decidimos desde nuestra libertad social de elegir sin egoísmos y conscientes de la necesidad del bien común.

Algunos piensan que hay que dejar que la naturaleza del ser humano se manifieste como le apetezca desde las edades más tempranas, craso error que nos desvincula como guías adultos de las generaciones venideras y que tira a la basura cualquier experiencia positiva que pudiésemos transmitir como elemento de compensación al caos social en el que existimos. La situación actual no está libre de influencias nefastas para estos objetivos que señalamos, cualquier transformación de esta tendencia tendrá que tener en cuenta la necesidad de establecer presiones compensatorias positivas para lograr el equilibrio de la transmisión de valores fundamentales para el ser humano.

Desde esta educación, la acción posterior debe estar guiada igualmente por los principios anteriormente descritos. Unos principios que nos exigirán de nuevo poner en práctica constante la referencia de felicidad que nos proporciona establecer modelos que permitan a otras personas crecer en libertad social positiva, conscientes de la felicidad real que esto les proporciona. Ser feliz es sentirse satisfecho plenamente. Satisfechos de la vida y de las decisiones que nos guían por ella.

La transformación nos exigirá ir poniendo el énfasis en las cosas realmente importantes y retornar a una visión coherente de nuestra evolución humana, en su faceta personal, social, cultural, espiritual, biológica y, sobre todo, tecnológica. Podemos llegar a ser una sociedad que utilice su tecnología para permitir que el ser humano dedique la totalidad de su tiempo al desarrollo de nuestro último estrato evolutivo: la consciencia fundamental de nuestra existencia. Quizá desde ahí  tengamos la posibilidad de crecer en la felicidad de un mundo sin exigencias de horarios, empleo, competencias u ganancias. Un mundo en el que nuestra evolución posterior venga dictada por nuestra capacidad para ser felices y para solucionar los enormes problemas que hemos generado a lo largo de nuestra evolución anterior.

Si somos capaces de rehacer nuestros destrozos, recomponer nuestro interior y corregir el camino equivocado que como grupo social humano hemos dictado, quizá queda una esperanza para que el proyecto del ser humano como vehículo de una consciencia trascendente sea una realidad.

La duda y el bien

La duda y el bien

A veces meditamos de forma sincera sobre el rumbo de nuestras vidas. Estas meditaciones crean semillas que se instalan en los rellanos de lo que llamamos destino para fijar el rumbo que indirectamente hemos decidido.

Como compañeros de ese viaje tenemos constante a la duda. La duda revestida del sentido sobre el acierto de nuestra decisión, el acierto de nuestra ruta, el acierto del momento de fijarla o de lo que nos llevamos con nosotros por ese derrotero.

La duda se enquista en nuestro pensamiento e intenta robar el espacio a la determinación que nos llevó a dar ese primer paso. Todo forma parte de nuestra particular decisión. Como si de una balanza sutil se tratara, nuestra mente articula constante el equilibrio entre la decisión tomada y la duda que merma el peso de dicha decisión, quizá sin más motivo que llevarnos al desastre de la inactividad o la desidia.

¿Qué elementos dan fuerza a nuestras decisiones?, ¿qué puede hacer que el poder de la duda se disipe y no tengamos que consumir nuestra energía más profunda en ese interno y eterno debate lleno  de angustia? La firmeza de un espíritu claro, de una naturaleza realmente definida nos ahorra el tormento de intentar aclarar por qué, cómo, cuándo, o dónde deberíamos cambiar algo.

Purificar nuestro corazón y nuestro pensamiento nos puede llevar al camino de la calma. Al caminar descalzo pero feliz por la ruta que hemos escogido de las infinitas combinaciones que se presentan ante nosotros. No discutimos la causa de nuestra decisión, necesitamos confrontarla con nuestra naturaleza real, con la convicción de lo que somos y de cuál es nuestra misión como personas dentro de este marco.

Definir nuestra naturaleza resulta muy complejo con tanto ruido intentando insertarnos ideas que desvirtúan lo que realmente somos. Los personajes se aparecen y tiran de arquetipos dormidos en nuestra esencia por generaciones, por propia evolución de nuestra propia simbología existencial, pero que son resucitados para generar un individuo, alguien que toma partido por los intereses de otras ideas de orden mayor, a veces en cabezas de algún individuo o fruto de un análisis de varias tendencias que no respetan la pureza individual de nuestro espíritu natural.

¿Es un delito para el alma que nos instruyan en una dirección determinada? ¿Hay que marcar un patrón o dejar de hacerlo? Desde nuestra infancia somos instruidos pero también influidos, palabras que deberían ser antagónicas en el proceso de formación integral de la persona.

La instrucción como método de hacer aflorar la naturaleza profunda con un estímulo para el desarrollo de sus potenciales fundamentales. La influencia ideológica debería descartarse progresivamente en la evolución del ser humano ya que en ella viaja la idea por encima del ser. En esa influencia coexiste el interés particular y grupal sobre el individuo objetivo.

Desmarcarse de esa corriente resulta casi imposible porque la trama social se ha tejido con esta materia. Los hilos que nos conectan no van ya de corazón a corazón, ahora viajan de mente a mente surcando un océano de imágenes que, en otras circunstancias, nunca abrían abierto la caja de pandora de nuestra naturaleza primitiva, esa que nos lleva a la matanza, a la supervivencia y al terror.

Seguimos convencidos que la guerra es innata al ser humano, que tras cada juguete que le damos a un niño  hay un arma esperando el juego de la guerra que tanto nos inculcaron desde la televisión o desde el cine.

Guerra interior y exterior para comprender un espíritu de vacaciones en la materia, un ser manifestado que pronto dejará de estar presente, como si la vida no fuese más que un parque de atracciones en el que el espíritu es capaz de presenciar todo lo horrible e injustificado durante un periodo limitado de lo que llamamos tiempo.

Decidimos y nuestras decisiones crean nuevas ideas, sucesos, palabras, sentimientos. Todo paso que damos genera una dirección. Toda duda que albergamos limita cada uno de nuestros pasos convirtiendo cada obstáculo en una confirmación de nuestro error fundamental.

Descubramos nuestra naturaleza a través del bien, la necesidad profunda de ayudarnos, de prestarnos el apoyo vital que toda persona necesita. Ese bien que antagoniza con un mal aceptado, un mal fomentado y difundido entre imágenes entrañables que evocan nuestra más perversa naturaleza justificando nuestros más perversos actos.

El bien es la píldora que confiere a nuestro espíritu la fuerza y la convicción de que hemos obrado y decidido correctamente. Cuando nuestros actos, nuestro pensamiento, nuestras ideas, nuestra voluntad en su conjunto, se ciñen a este patrón tan sencillo de pronunciar y tan difícil de ecualizar en el sonoro eco que le corresponde, la dirección se fija en orden ascendente.

El bien es sencillo. Nos lo venden como complejo, como insustancial, como fruto de una mentira que han intentado insertarnos en el cerebro. Dudas tales como si el hombre es bueno por naturaleza o no, si se hace bueno o no, no tienen sentido real si analizamos las consecuencias. El bien no admite discusión, es la decisión definitiva, la que guía nuestros pasos temporales por un único camino que, como todos los demás, tiene sus complicaciones y sus obstáculos. Sólo la fe en su realidad nos lleva a poder mantenerlo como eje de la consecución de nuestra naturaleza. El bien no es una idea, es una decisión, una actitud frente a lo efímero de nuestro camino.

Su recompensa escapa realmente a una idea de vida después de la muerte. No hacemos el bien para transcender a un paraíso, hacemos el bien para vivir el paraíso terrenal de una existencia con sentido, coherente, llena de efectos positivos.

El bien no puede habitar en el interés exclusivamente personal. Somos conscientes de a dónde nos lleva la competencia como actitud social de evolución. Nos lleva a perdernos en una peregrinación solitaria llena de emociones nefastas para nuestra felicidad. No estamos ante una timorata negación de nuestro potencial hacia el mal. Somos conscientes de que la energía de nuestras ideas y de nuestra acción puede dibujar rutas alternas entre ambas polaridades. Sin embargo, la valentía de decidirse por una descartando por completo todo aquello que alimenta a la otra no es realmente un desequilibrio, es una decisión crucial en un terreno que requiere un avance. El avance no puede ocurrir cuando las fuerzas de empuje son antagónicas, unas deben vaciarse y otras deben llenarse.

Quizá si comprendemos que el lleno y vacio profundo de nuestra alma, este espacio de determinación que nos lleva a cumplir nuestro destino, se compone de un flujo direccional y comprometido, podamos desterrar la duda como acción principal de nuestra mente.

Quizá si la desterramos realmente, podamos iniciar el camino de afianzar nuestra naturaleza e impregnarla de la determinación de actuar en la línea de un bien que no necesita definición, un bien que contrasta directamente con todo aquello que lo contradice, un bien por encima del tiempo y del espacio, contenido en la propia estructura de la naturaleza que decidimos ser.

Cuentos chinos

Cuentos chinos

Vivimos en la época de lo científico. Todo aquello que no entra dentro del esquema de análisis científico carece aparentemente de rigor y, por lo tanto, de credibilidad.

En el espacio histórico de las artes marciales chinas, nos encontramos con algunos acontecimientos de difícil explicación científica. Los sutiles elementos de percepción extrasensorial que se describen en sus historias se atribuyen, en innumerables ocasiones, a falsas interpretaciones de sucesos transmitidos en el tiempo por una tradición oral o escrita poco digna de credibilidad.

La tradición china cuenta con un dilatado historial de acontecimientos novelizados que transfiguran o presentan una realidad no siempre coherente. La idea de la existencia de inmortales o personajes que pueden volar o mutar en seres de características especiales nos resulta, hoy en día, más propia de un cómic o de una película de fantasía o ciencia ficción que de un aspecto real de la historia de las artes marciales.

Sin embargo, parte de todos estos cuentos chinos o de estas historias transmitidas oralmente de generación en generación, no buscan una descripción exacta de los acontecimientos que describen. La mayoría de ellas, al igual que ocurre con nuestras habituales fábulas, revisten un simbolismo imprescindible como acercamiento a niveles de información muy sutiles que deben abordarse desde el plano de interpretación burdo en el que nos encontramos.

Este simbolismo actúa a veces como un catalizador de ideas muy profundas cuya emergencia consciente no se produce en condiciones rutinarias desmarcadas de la comunicación con la naturaleza. Es muy probable que la falta de ciencia estructurada en la antigüedad hubiese propiciado una  situación en la que los elementos sutiles que nos conectan con fuerzas imperceptibles a simple vista, no fuesen directamente descartados.

Bien es cierto que en este contexto caben todo tipo de engañabobos y farsantes que se aprovechan al máximo de la ingenuidad de sus acólitos y les extraen la vida, las ideas y el dinero para satisfacer egos y cuentas bancarias. Este tipo de personajes incrementan el descrédito de cualquier elemento fuera de ciencia y fomentan un racionalismo unilateral sesgado en su capacidad real de percibir el espectro completo de nuestro ser.

Esta fractura entre ciencia y tradición ha generado un estado distorsionado de las cosas que nos afectan hasta tal punto que estamos empezando a descartar cualquier elemento cultural que no esté de alguna forma ligado al entorno científico que lo certifique. Las denominadas materias de humanidades están en declive frente a los nuevos espacios formativos relacionados con la tecnología o el ámbito social inmediato.

El materialismo científico ha ocupado por completo cualquier posible realidad racional o irracional que nos intentemos imaginar y, por lo tanto, condicionando progresivamente nuestra capacidad de imaginar nuestro propio interior más allá de la visión transmitida por un microscopio o una resonancia magnética nuclear. Nuestro ser es un ente indiscutiblemente fragmentado en el que cualquier experiencia extrasensorial  se ha convertido en una alucinación o patología psicológica registrada en manuales médicos.

Sin embargo, es precisamente esta tendencia a la búsqueda científica de respuestas la que nos está llevando al cero absoluto del mundo subatómico, un mundo en el que nada es lo que parece y en el que las leyes que rigen nuestra concepción lógica del universo se desmontan por completo al presentarse ante nosotros como un enorme vacío en vibración. Nuestra mente en su búsqueda racional del origen del ser se encuentra con un vacío que subyace a cualquier estado de materia ordinaria y que aparece y desaparece acorde a una voluntad desconocida.

Quizá esta tendencia a meterse ahora en terrenos ilógicos  requiera que nuestros científicos vuelvan un poco la mirada hacia las antiguas tradiciones simbólicas. A partir de ahí quizá obtengan todo aquello que tenían de bueno para hacernos entender esta realidad oculta indescriptible en los parámetros lógicos y matemáticos de nuestra mente. Lo que somos es mucho más de lo que vemos; lo que podemos llegar a ser no tiene límites ni fronteras si no descartamos la evolución interior del ser humano. Este proceso debe evolucionar tanto en su yang expansivo que quiere conocer su entorno, como en su yin contractivo que invierte la dirección de la luz en un bucle que genera finalmente la experiencia existencial. Nuestra naturaleza, nuestra espiritualidad, nuestro amor real y definitivo, nos exige  detener esta carrera hacia el vacío para encontrar las notas musicales del baile de la vida.

Tenemos que aprender a disminuir el ritmo de nuestro proceso mental, redirigirlo a nuestro interior meditativo sin más reflexión que la escucha de ese ritmo interno, sin más precisión que la de dejarnos arrastrar por la corriente interior que nos lleva a nuestro destino. Necesitamos creer que existe la posibilidad de que encontremos una píldora de la inmortalidad espiritual en lo más profundo de nuestra capacidad de amar sin condiciones, y de esparcir ese sentimiento como eje fundamental de nuestra propia evolución. Quizá con ello logremos que los frutos sutiles que se reflejen sobre nosotros transformen el plomo en oro y aligeren nuestros espíritus celestes para que podamos crecer en la dirección de la luz, la única dirección posible de todo lo vivo.

La decisión de afirmar nuestra espiritualidad

La decisión de afirmar nuestra espiritualidad

Dividimos la vida entre la fe y la certeza. Entendemos que el principio fundamental de todo nos llegará revelado como un misterio que se destapará frente a nuestras narices. El alma, el espíritu y todos los elementos intangibles del hombre, no son más que proyecciones mezcladas de recuerdos y vivencias según la ciencia.

Las explicaciones son tan abundantes como la inconsistencia real de éstas. Vivimos inmersos en la duda del motivo de nuestra existencia para dibujar ciclos de censura a nuestra angustia existencial. Crecemos tapando estos ruidos interiores que nos empujan a definir por qué hacemos lo que hacemos. Hacía dónde nos dirigimos es la pregunta fundamental que todo el mundo se hace, sin pensar que en realidad cada paso que damos lo damos por propia decisión.

No sabemos de qué va todo esto. Si realmente tenemos alguna certeza es que no sabemos ni sabremos nunca el motivo de ser, de estar, de sentir; quizá porque esa carta parece no tener un remitente real fuera de nosotros. Navegar entre estas ideas nos trae a veces más dolor que armonía y, por eso, decidimos enterrarla y olvidarla, imaginando que nuestra vida será más fácil sin ese problema en la mente.

El enorme problema de nuestros tiempos es que hemos sucumbido a una idea, una terrible idea que aflora ocasionalmente en el corazón de todas las personas: «el espíritu no existe», volviendo a señalarlo como algo diferente de lo que en realidad somos todos y cada uno de nosotros. Hemos utilizado el método científico para subyugar a la experiencia directa llegando a conclusiones sin sentido. El espíritu no existe, es cierto, no tiene entidad propia, es una característica de nuestra existencia individual y colectiva. No hay un espíritu, somos espíritu además de materia. Nos mueven impulsos profundos que no están relacionados exclusivamente con  nuestras neuronas.

Esta falta de conciencia en nuestra parte espiritual nos ha llevado a anular cualquier interacción entre nuestro corazón y nuestra capacidad intelectual. Por este motivo, nuestro proceso de comprensión propia está estancado en un bucle que sale una y otra vez de nosotros buscando algo que  no existe fuera de nuestro propio universo cognitivo.

No existe ninguna verdad que buscar, sólo puede existir una única verdad, aquella en la que seamos capaces de creer profundamente. Nuestro espíritu es algo en lo que podemos creer si lo decidimos en la medida que lo necesitamos. Nos guste o no, necesitamos esa faceta de nuestro ser para evolucionar de forma equilibrada y feliz. Las verdades impuestas, dictadas, obligadas a demostrarse empíricamente o contrastadas históricamente, pertenecen al terreno de lo tangible y por lo tanto no sirven de alimento al espíritu humano. El espíritu, nuestra verdad y nuestro destino, forman parte de nuestra determinación existencial, de nuestra capacidad de definir qué y cómo queremos ser.

En la medida que nos dicta la lógica, querremos saber qué nos impulsa a tener que definir estos elementos para vivir una vida plena y realizada. Quizá esa cuestión, en esencia, no tiene otra utilidad que invitarnos a redefinir constantemente estos parámetros espirituales, para no olvidar que tenemos los mandos de la nave. No podemos dormirnos en nuestra actividad de construirnos en la libertad de nuestra expresión espiritual individual.

Vivimos tiempos difíciles para que esta faceta de nosotros se manifieste y nos proporcione todo aquello para lo que existe. Ahora, quizá más que nunca, la distracción de este extremo de nuestro ser es más abundante y compleja que nunca. La ciencia ha tapado por completo este elemento, quizá porque ha renunciado a poderlo interpretar dentro de sus muy complejos paradigmas. Por más que avanzamos hacia el centro de la creación, hacia el denominado Big Bang, más nos preocupa comprender que no sabemos que pudo ocurrir instantes antes de este posible evento.

La sensación de conocimiento es tan irreal como todo aquello que descartamos de nuestra esencia intangible por su dificultad de análisis. No es analizable, es decidible. Decidimos actuar acorde a un espíritu determinado que aflora de manera natural cuando aceptamos que lo somos, que lo tenemos, que forma parte de nosotros.

Necesitamos darle a nuestra mente una idea que tenga la misma fuerza unificadora que esa que la ciencia nos insertó disgregando nuestra convicción espiritual. El mundo navega en aguas turbulentas en las que el dolor, la ambición, la guerra, el hambre, el egoísmo, la enfermedad, campan a sus anchas como si nada se interpusiese en su camino.

Esta negra senda ha invadido los territorios que antaño eran el refugio espiritual del ser humano: «las religiones». La oscuridad ha llegado a ese, otrora sagrado, territorio plagándolo de casos que contaminan la creencia en cualquier faceta espiritual humana sin dejar piedra sobre piedra. Los intereses económicos de iglesias, industrias armamentísticas y farmacéuticas se dan la mano cuando la bicoca de la guerra abre sus fauces tragándose a tantos que no llegaron a comprender su capacidad de decidir sobre la verdad, su capacidad de establecer su verdad y compartirla.

Ahora estamos quizá en una de las épocas más oscuras de nuestra existencia, una época en la que está justificado experimentar con otros seres vivos, destriparlos en vida para descubrir cómo sienten el dolor, una época en la que las guerras previenen la posibilidad de una guerra, una época en la que el fin justifica los medios, aunque los medios inviten a un ser humano a inmolarse para masacrar a otros en aras del establecimiento equilibrado de dios, como si alguno de los existentes pudiese abarcar el significado de dicha palabra.

Antes de hablar de Dios tenemos que hablar de nosotros. Tenemos que darles a nuestros hijos la facultad de ser fuertes espiritualmente, de no dejarse engañar por los juguetes distractores de la misión vital que nos concierne, esa en la que el ser se autodefine y decide sin dudas cuál es su verdad. No podemos recorrer un camino equilibrado si no somos capaces de comprender la esencia simbólica del equilibrio, nuestro papel predominante en esa acción y el destino que nos confiere vivir en una justicia equilibrada, en la que nuestra verdad no justifique destruir nada que no nos pertenezca.

Todo puede y no puede ser, no hay más reglas que las que fijamos interiormente convencidos de su poder, de su fuerza para hacernos felices lejos de mensajes de ayuda externa que nunca llegará. Manteniéndonos aislados de esta posibilidad, los poderes oscuros que nos rodean hacen lo que quieren mermando la voluntad de todos aquellos que sucumben ante el dinero, la ambición, la ira y todos esos elementos que negamos pero que existen con toda rotundidad.

El ser humano es un ser espiritual. Si renunciamos a esa faceta de nuestra existencia, el destino de nuestra desaparición es inevitable y la claridad de esta dirección es ahora más visible que nunca. Debemos reforzar nuestra fuerza espiritual integrando en nuestra vida los rituales ancestrales que se definieron con ese fin. Debemos propiciar la acción de dar, de ayudar, de amar, de purificarse y de mantener una mente libre de pensamientos oscuros, no por represión, sino por comprensión de su naturaleza destructiva y dañina que en nada ayuda a nuestra felicidad. Espiritualidad no es recitar una sílaba durante horas, es hacerlo en la convicción de que hemos decidido que, con ese gesto, nuestra determinación por purificarnos y por purificar al mundo se tornará inquebrantable. Quizá, si decidimos creer en esto dispondremos ya de una verdad a la que nuestro espíritu se aferre para emerger.

Los koan del Zen

Los koan del Zen son un instrumento perfecto para acceder a esos territorios conquistados por una razón esbirra y a la vez productora de nuestro ego, nuestro gran contratiempo para entender lo que somos.

En el koan, la fractura de lo racional permite que nuestra mente deje de realizar conjeturas lógicas para rellenar las ausencias del sentido. En vez de ello, nos arrastra al necesario silencio que proporciona la virtud del escuchar.

Escuchar sin interpretaciones la vibración en la que todo se manifiesta, lejos de cualquier lenguaje limitante de la experiencia.

El silencio y la palabra se yuxtaponen para que las unas sean las esclavas del uno. En ese silencio se van realizando los precisos movimientos del alma para encajar en nuestra conciencia para que, definitivamente, podamos dar a luz la necesaria comprensión de nuestro existir, lejos de lo razonado, lo lógico y lo previsible.

Estas herramientas del corazón se presentan necesarias para sobrevivir al caos de la existencia gobernada por el discurso de los que exprimen y utilizan al ser humano para sus propios fines o el de sus más peligrosas ideas. Si nuestro mundo está lleno de elementos que escapan a la lógica, quizá el koan de la tradición Zen pueda ayudarnos a comenzar a entender de otra manera diferente.

 

KOAN ZEN

 «Un monje le preguntó cierto día al maestro Chao Chu: ¿Quién es Chao Chu? y Chao Chu respondió: Puerta este, puerta oeste, puerta norte y puerta sur.»