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¿Y si nos queremos?

¿Y si nos queremos?

La pluralidad de las artes marciales chinas, en todos sus ámbitos, es una realidad indiscutible. Hay estilos para todos los gustos; maestros, líneas, variaciones entre las líneas, etc. Este no es en realidad el problema que impide una mayor unidad entre los practicantes de artes marciales chinas en nuestro país y, por qué no decirlo, en el resto del mundo.

El gran problema de nuestra incapacidad para unirnos nace cuando establecemos marcos comparativos reduccionistas que intentan menospreciar al resto para ocupar posiciones de prestigio más elevadas. 

No intento ofender a nadie, pero me resulta tan evidente que proclamar a grito pelado que un estilo es mejor que otro, un maestro mejor que otro o una línea mejor que otra es una actitud, cuando menos, pueril.

Los estilos son métodos de práctica con objetivos acorde a aspectos no siempre similares. Sus orígenes nucleares, aquellos en los que finalmente todos los estilos desembocan, nos deberían cerrar la boca cuando nuestros egos intentan posicionarnos por delante de otros en la escala de mejores mundiales del universo. 

Personalmente, no creo que este establecimiento comparativo ayude en definitiva a nadie. En particular descalifica totalmente a aquel que aparece como el Increíble Hulk de las artes marciales chinas, bien sea en efectividad marcial o bien en estantería de medallas y copas andante. Por otro, no existe un marco real de confrontación que demuestre este tipo de afirmaciones. Ojo, con esto no defiendo la antigua tradición de combates a muerte, me refiero a que la mayoría de los estilos tradicionales no fueron diseñados por y para competir en entornos reglados.

Por lo que he llegado a comprender, la práctica tradicional apunta directamente al centro del individuo. No establece objetivos que estén más allá de nosotros mismos. No podemos ni deberíamos querer ser más que nadie, porque nada está definido hasta el verdadero momento de la verdad. A veces, este momento consiste simplemente en una mirada tierna que desmonte las películas agresivas que todos llevamos en la mollera, para eso hay que trabajar mucho.

La belleza del arte, el respeto a tantas generaciones transmitiendo valores y técnicas, métodos y filosofía, comprensión y evolución, se va al traste cuando aparecemos por ahí mostrando medallas que no anuncian nada más que un estado puntual que nada tiene que ver con la evolución personal dentro del contexto del arte practicado.

Algunos piensan que los campeonísimos demuestran una mayor calidad de escuelas o que, acumular títulos a veces a la carta, posiciona a un grupo de artistas marciales por encima de otro. No lo entiendo.

 

En un texto del Maestro de Kishomaru Ueshiba, uno de los herederos del Aikido se cita lo siguiente:

 

 Budo es entrenamiento constante de la mente y del cuerpo como disciplina básica para los seres humanos que caminan por el sendero espiritual. Sólo entonces puede uno apreciar plenamente el rechazo de competiciones y concursos en el aikido, y la razón de las demostraciones públicas que son una muestra del entrenamiento constante y no de la habilidad del ego.

Esta visión evolucionada de lo que es la vía marcial a veces se desvanece en los planteamientos que se barajan cuando pretendemos plantear contextos de unidad entre las escuelas marciales chinas en España. Intentamos hacerlo desde la opción de compartir competiciones en vez de hacerlo desde la opción de generar amistad, apoyo, respeto y cordial relación, lo que se ajustaría más a la esencia fundamental de la práctica marcial.

Vivimos los tiempos de los vale todo y las artes marciales mixtas, deportes que dentro de sus propias reglas, a veces, nos ofrecen bellos espectáculos pugilísticos y otras, deplorables ejemplos de lo que es una práctica marcial mal entendida. Es importante no confundir los términos y no asemejarnos a contextos que se alejan de los principios morales, espirituales y filosóficos de lo que hacemos. Una parte importante de nuestras prácticas se desarrolló en los monasterios y no en cárceles o en campamentos militares exclusivamente.

Quizá algunos momentos de la historia de las artes marciales chinas han tenido episodios que revelan una crueldad absoluta o una falta de estos principios que enarbolamos en este artículo como objetivos reales que deberían guiar nuestra unidad, pero no podemos perder de vista la línea evolutiva de las artes marciales hasta nuestros días. Nuestra sociedad está en decadencia constante por culpa de los valores negativos que la guían. El corazón de los artistas marciales en constante estado de depuración debería ser un ejemplo inverso, un abanderado de que hay otras realidades posibles.

Si no somos capaces de convivir nosotros mismos, no podemos pretender que nuestro mensaje trascienda a otras capas de la sociedad. Reflexionando sobre esto a lo mejor llegamos a concluir que Shaolín, Wudang, Taijiquan, Hung Gar Kuen, Wing Chun, Choy Lee Fut y tantos otros estilos practicados en nuestro país, son una enorme muestra de diversidad y convivencia pacífica entre expertos en el control de la violencia, en los principios de convivencia pacífica que tanto necesitamos como sociedad. Ninguno mejor o peor que otro, quizá diferentes, pero con algunos principios comunes que deberíamos festejar.  

Quizá si dejamos de competir y comenzamos a ayudarnos unos a otros, quizá entonces nuestro mensaje tenga la coherencia que necesita esta tierra de conejos ahora de lobos. Que cada uno reflexione en su fuero y que ejerza aquello que su corazón le dicte.

Ve tú arreglando el mundo que ahora voy yo. Después del futbol

Ve tú arreglando el mundo que ahora voy yo. Después del futbol

Menuda sociedad estamos construyendo. No hay un solo día en que no me sorprenda más aún de los desaguisados que cometemos en nombre de cualquier causa, por más estúpida que esta sea.

La guerra dialéctica entre políticos, la verborrea insultante de los programas televisivos de más popularidad, la patética evolución en las listas de libros más vendidos de historias que son para cortarse los párpados y ponerse unos de cemento están, poco a poco, mostrándonos el maravilloso escenario y obra en la que estamos realmente actuando.

Cuando comencé en la vía de las artes marciales, por qué no decirlo, mil pájaros volaban sobre mi cabeza. Pájaros de películas de artes marciales, de tebeos de súper héroes, de historias heroicas dignas de emular. Tras esa avalancha de estímulos recibidos, qué duda cabe de que una parte de mi inconsciente ha recorrido parte de esta vía acompañada por el eco de ensoñaciones que poco o nada tienen que ver con la realidad.

Sin embargo la vida, esa gran maestra, se ha ocupado puntualmente de ir dándome tajos en estas fantasías consiguiendo que, a día de hoy, ya no queden apenas las más mínimas sombras motivacionales de aquellos sueños infantiles. Ahora, la realidad de nuestra vida, de nuestro día a día, me va mostrando con crudeza en qué consiste esto del camino del guerrero.

Los numerosos problemas que nos acucian, problemas relativamente reales, hacen que a veces me pregunte por qué es tan difícil establecer prioridades que nos permitan, no solo evolucionar como sociedad hacia un colectivo más consciente, sino ser capaces de impulsar este crecimiento en otras sociedades menos evolucionadas que la nuestra. Sí, me permito decir esto a boca llena porque qué duda cabe de que muchísimas otras sociedades son menos evolucionadas que la nuestra.

Nos quejamos, pero gran parte de nuestra queja viene de una educación equivocada en la que pensamos que todo nos es debido y que no deberíamos realmente hacer nada por tenerlo. Pensamos que nuestra vida es muy dura en estas condiciones en las que vivimos, pero me gustaría saber qué piensa de esto cualquier ruandés, cualquier afgano o cualquier sirio, y no sigo para no ocupar todo el post con dramatismos que nadie quiere escuchar.

Somos la sociedad de la información inservible, la sociedad del bienestar de unos pocos desagradecidos. La sociedad de los jóvenes del futuro sin futuro. Unos porque dedican su vida a formarse y formarse y formarse y formarse hasta que les toque jubilarse, otros porque no sirven para nada que no sea comer pizza, jugar a la play y consumir el mayor número posible de megas en sus Smartphones, o de horas nocturnas en actividades tan importantes como subir vídeos que cualquier imbécil podría hacer, o cotillear todo aquello que pasa en un grupo de 6.000 amigos a los que nunca han visto.

¿Qué estamos haciendo? Nos hemos equivocado de pleno en muchas cosas. Hemos descartado directamente de la ecuación dos elementos fundamentales en la educación de nuestras generaciones futuras. Hemos quitado de un plumazo la valoración del esfuerzo como método lógico para la consecución de objetivos realmente importantes y, quizá en esto es donde más hemos fallado, en desautorizar cualquier tipo de elemento de autoridad que pueda poner orden en este desaguisado.

Parece que ahora todos los niños son superdotados, todos nuestros jóvenes tienen verdades absolutas y las sensibilidades, no solo se cultivan, se protegen hasta los límites que impiden que el individuo se curta lo suficiente para lo que le espera. ¿Es esto tan difícil de ver?

¿Que haya niños que tienen hasta cinco consolas de videojuego en sus casas, pares de bicicletas, patines, tablas de surf, televisores, teléfonos, etc., no nos hace pensar que algo estamos haciendo mal? No hemos sido capaces de poner un freno a los premios sin esfuerzo, no hemos dado los valores reales que construyen a una persona mofándonos incluso de ellos. Honradez, respeto, valentía, constancia, rectitud, fraternidad, compasión, humildad, y otros cientos de valores deberían formar la estructura de partida de nuestros jóvenes.

No pretendo hacer aquí un alegato de un tipo de vida espartano y triste. Me pregunto simplemente si estamos haciéndoles ver a nuestros hijos que su felicidad no depende de un aparatito, de tener amigos desconocidos o de poseer más elementos de marca que el resto de sus compañeros. Ahora la valía competitiva se mide en cantidades de posesiones en vez de valores realmente humanos.

Pretendemos en nuestras escuelas de artes marciales transmitir estos valores, desarrollar la conciencia real de lo cruda que va a ser la vida y lo realmente feliz que podemos llegar a ser si somos sinceros, realistas y pacientes.

Queremos todo ahora, comprar contenidos, comprar cinturones, grabar lo que dice el maestro para tenerlo en un cajón y vivir en el engaño de que poseemos ese conocimiento. Intentamos hacerles ver a nuestros alumnos que el conocimiento no se transmite en vídeo, se transmite en la repetición y la valoración constante del profesor implicado a muerte en el proceso de transformación positiva que el individuo inicia cuando comienza la práctica marcial. Ahora la palabra maestro no significa nada, es como un modelo comercial de alguien que vende algo, alguien que no debe sentirse un profesional de la vía marcial porque lo que enseña no vale más que la cuota mensual que el alumno paga para sustento de la escuela.

El verdadero aprendizaje comienza desde la ausencia del ego, desde el respeto del alumno que comprende y acepta que su inexperiencia es un grado inferior al de su maestro, por más vídeos que archive en su disco duro, la realidad de la vida es mucho más cruel que todo lo que aparece en sus ordenadores.

Resulta casi imposible revertir un proceso en el que la familia no participa. Nos estamos convirtiendo de alguna forma en estandartes anacrónicos de valores que ni los mismos padres se creen ya, quizá porque hace mucho tiempo que decidieron dejar de esforzarse por mantenerlos. Ahora los motivos para apuntar a un niño a una escuela de artes marciales van desde la autodefensa a la irracional tendencia de que los hijos expresen lo campeones que ya son, sin pararnos a pensar si verdaderamente son campeones de algo cuando no son capaces de ceder, de admirar, de ayudar, de compartir, de imaginar en positivo todo lo que la vida les va a poner por delante.

Todos, y me incluyo como padre, tenemos un reto importantísimo ante nuestras narices. Tenemos que decidir si queremos intervenir de verdad en la vida de nuestros hijos ahora, cuando realmente se están construyendo los pilares del futuro. Tenemos que aceptar el reto de pulirnos a diario como ejemplo desde el  que nuestros hijos elaboren sus aspiraciones humanas. Podemos hacerlo desde la observación directa, desde la acción de control sobre el gasto inservible que pueden llegar a hacer de sus vidas cuando están más de una hora disparando a diestro y siniestro ante la tele. No podemos permitir que sus sueños estén inundados de los ecos de estos entornos virtuales llenos de competitividad, agresividad, inactividad física, faltos de compasión y de razonamiento sobre  aquello de lo que va verdaderamente esto de sobrevivir.

Somos unos privilegiados en una sociedad privilegiada que tiene la posibilidad de unirse y de decidir sin la espada de Damocles de la guerra, el hambre o la plaga. Ahora la plaga es la falta de educación real de nuestros hijos, la falta de autoridad de sus formadores y la falta de amor por la consecución de los objetivos reales del ser humano a través del esfuerzo y de la capacidad de colaboración y apoyo de las personas. Esto es un reto que no deberíamos dejar para mañana, pero claro, lo tendremos que dejar para después del mundial de futbol, eso que no nos lo quite nadie.

Alumnos, clientes y pacientes.

Alumnos, clientes y pacientes.

Esta mañana pude leer un post de un compañero de profesión, practicante y profesor de artes marciales chinas, complejo pero extremadamente realista, que me ha llevado a escribir este breve artículo de opinión. En su post se señalaba que algunos alumnos que se comprometieron en la ceremonia de discipulado habían quebrantado su palabra dejando la práctica y abandonando la escuela.

La situación en la que se encuentran los estilos tradicionales de Kung Fu resulta muy compleja. Por una parte, habitamos una sociedad que no tiene unos objetivos comunes definidos. Aquí todo el mundo busca o una supervivencia vital que le permita disponer de tiempo libre para desarrollar sus aficiones o, en otro orden, busca un ascenso en la jerarquía social, habitualmente vinculada a un incremento del nivel de ingresos económicos, para ser alguien en la vida.

La pérdida de valores humanos es un hecho incuestionable. Basta darse un paseo en coche para corroborar mi afirmación. La violencia imperante en lo más profundo del ser humano también es una realidad que aún no ha sido trascendida. No hay cosa que me asuste más que aquellos que se atreven a decir a boca llena que son absolutamente pacíficos o que, en cualquier caso, están dispuestos a poner la otra mejilla. Vuelvo a la prueba del coche y un simple paseo para darse cuenta que este tipo de seres humanos irreales solo viven en el ideal, en la fantasía o en las esperanzas de evolución que todo ser humano debería tener.

Para los que hemos decidido dedicarnos a enseñar estas tradiciones, la situación es harto compleja. Por una parte sufrimos la competencia de significado, indirecta, de los modernos métodos de combate deportivo, que poco o nada tienen que ver con lo que significa «Arte Marcial». Por otra, la confusión social general, la falta de valores humanos, la falta de objetivos hacia la humanidad en vez de hacia el propio individualismo destructivo al que nos empuja un sistema basado en la competencia por encima de la colaboración, hacen que los valores profundos  de la práctica marcial, no solo resulten aparentemente anacrónicos, sino que entran en frontal oposición como lo que nos proponen desde nuestras casas, nuestras escuelas, nuestras instituciones, nuestras naciones y nuestras culturas.

Vamos dando bandazos entre la necesidad de ser alguien en una sociedad que sólo premia a aquellos que son campeones en unas cuantas modalidades sociales, descartando al resto que queda para poblar las colas del desempleo, o sobreviven de un trabajo alienante ensimismados y distraídos entre partidos de futbol y escenas rocambolescas de discusiones televisivas.

Realmente el panorama es desolador. La valoración se complica aún más cuando analizamos el caso de cualquier adulto que quiere acceder a la formación en artes marciales. Los motivos de esta decisión no se encuentran habitualmente en un fondo reflexivo ligado a una tradición cultural o a una herencia familiar específica. En el caso de los occidentales, el peso del cine, de la cultura de la competencia, de la agresividad generalizada como forma de resolver conflictos locales, regionales, nacionales o internacionales, tienen mucho que decir.

Es duro afirmar esto que estoy a punto de hacer, pero la mayor parte de los adultos que se deciden a iniciar la práctica de las artes marciales no saben realmente dónde se meten. La tradición propone un método, una vía, un camino singular para encontrarse a uno mismo y a toda la batería de incongruencias vitales que la sociedad ha encajado en su propia materia espiritual.

Cuando alguien viene a hacer artes marciales no sabe bien a dónde va. En su mayoría cree que va a estudiar un método de defensa personal, lo cual en parte es cierto. Otras veces cree que va un centro espiritual con olor a incienso y ropa exótica como una forma de realzar su propio personaje o, entre muchas otras variantes, cree que puede materializar físicamente un videojuego, un documental o un cómic de súper héroes.

En estas motivaciones iniciales, no viene de fábrica la idea de una sinceridad real, un respeto real, un afán profundo por mejorarse como persona a todos los niveles  comprendiendo sus limitaciones, su estructura de pensamiento, su estructura emocional y el plano espiritual real en el que ha sido capaz de proyectar su evolución como punta de lanza de algo que llamamos humanidad.

Personalmente creo que la mejor fórmula para poner al individuo frente a un espejo certero que le muestre dónde están las imperfecciones acumuladas y qué conlleva en el discurrir de su camino vital, de su decisión frente al destino son, sin duda alguna, las artes marciales.

El gran problema es que, a esas alturas de camino (edades), o existe algún apoyo educacional previo, o de cualquier otro tipo, que haya sembrado la semilla de esta búsqueda, o acabaremos despidiéndonos, una vez más, de un alumno enojado que finalmente ha llegado a la conclusión de que esto es muy duro, tarda mucho en producir efecto o, en el peor de los casos, definitivamente no permite que el cuerpo se eleve del suelo más allá de un simple salto.

Esto convierte a este tipo de aspirantes a practicantes, en su fase inicial, en simples clientes o, peor aún, en pacientes si nos referimos artes marciales internas. Personas que traen realmente en sus cabezas algo que pretenden comprar, pero que no terminan de encontrar. Ven a sus maestros como los tenderos que les están enseñando lo que hay en las estanterías, pero no acaba de convencerles lo que les está diciendo sobre su necesidad de transformación.

Esta palabra debería figurar en la primera línea publicitaria de cada escuela. Algo como: «aquí te ayudamos a transformar tu desastre vital» incluyendo en la letra pequeña: «ojo, tendrá usted que poner de su parte y confiar en un método que nos llega de una época en la que no había internet».

Y la culpa de esto en realidad no es de nadie. No es del cliente que viene buscando algo que no vendemos, no es del sistema que no sabe realmente hacia dónde va, no es de la cultura. El problema es de falta de conocimiento y de aceptación.

En primer lugar debemos conocer cuál era el contexto histórico óptimo en el que estos sistemas se desarrollaron, también tenemos que comprender la falta de conocimiento general de esta realidad por la gran confusión que han ejercido sobre su mensaje las películas, la publicidad, los videojuegos o cualquier otro método de distracción de la realidad.

Es importante no equivocarse con esto para no desilusionarse. Tampoco debemos culpar a nuestros alumnos si en un periodo corto de tiempo no captan la realidad de lo que supone la práctica marcial. Es posible que cuando muerdan finalmente la fruta se den cuenta de que no era el sabor que buscaban. Ese es el momento de decirles ¡¡hasta luego!!.

El alumno debe fluir y debe permanecer por libre albedrío en la práctica. Debe someterse voluntariamente a las características del método y a la dirección de un maestro que tiene más tiempo de permanencia y de experiencia que él. La actitud de evaluación y crítica nunca debe partir desde alguien que desconoce en profundidad la labor de su maestro o de su profesor. Por desgracia, cualquiera que lee tres artículos en Internet se permite el lujo de plantear cuestiones de índole superior a su maestro cuando apenas él mismo ha comprendido su motivo para la práctica. Esta falta de humildad, o mala educación, es muy habitual por la facilidad de acceso a la teoría de los estilos y por la falsa sensación de conocimiento que esta posibilidad de acceso informativo genera en los menos capaces. Esta falta de compromiso real con la actividad, de comprender realmente a dónde ha accedido hace que el resultado final sea un desaguisado de difícil arreglo.

Esta realidad da al traste con cualquier posibilidad directa de influir positivamente desde nuestras disciplinas en una sociedad cada vez más compleja en lo que a comunicación real se refiere. Esta irónica situación en la que podemos establecer redes de amistad inmediata con cualquier lugar del mundo, pero que impide una comunicación sincera entre dos personas, nos da al traste con cualquier intento de hacer valer unos valores que se muestran ineficaces o como una debilidad frente a la corriente imperante de intereses.

Esta realidad nos exige mucho a los que nos dedicamos a esto. Nos exige comprender el concepto, aceptarlo, no oponernos y ser capaces de fluir con él sin que nuestro centro se modifique, es decir, nos exige también transformación.

Los alumnos vendrán y se irán. Serán unos alumnos y otros clientes, los pacientes siempre es mejor derivarlos a un médico que para eso están. Unos se irán contentos y otros enfadados. Otros permanecerán enfadados y algunos contentos. Todo este maremágnum no  va a cambiar a nivel global de inmediato por más que nos esforcemos. Pero está claro que el propio espíritu de las artes marciales nos enseña a no doblegarnos ante los retos que la vida nos plantea. Somos luchadores de la vida en tanto nos jugamos el sentido de lo que hacemos, aquí no podemos fallar.

Esta transformación pasa por intentar comprender un lenguaje que está alejado de la realidad y proporcionar experiencias prácticas directas que, desde el corazón, consigan comunicar al alumno (este sí) la realidad a la que se enfrenta. Es preciso que comprenda que las prisas del mundo actual solo aceleran una escasa percepción de la vida. Nos empujan a un ritmo desenfrenado lleno de ganadores y perdedores. Esto alimenta todos nuestros miedos y nuestras emociones más nocivas. Debemos ser el ejemplo vivo del equilibrio y en eso debemos volcar nuestra vida entera.

Quizá de toda esta reflexión no nos quede más que aceptar que el cambio, el único cambio real al que debemos aspirar es a aquel que propiciamos en nosotros mismos a través de nuestra capacidad de ser auténticos, sinceros, incorruptibles, leales, afectivos, humanos y, sobre otras muchas cosas más, reales en la medida que nos corresponde. A partir de aquí, la inteligencia, el conocimiento, la colaboración entre almas afines y el estudio profundo de todo lo que los grandes maestros de la historia nos han comunicado, nos ayudará a afrontar estos duros tiempos para la tradición.

Tú decides

Tú decides

Qué difícil es decidir en los tiempos que corren. Cuando la oferta de todo es tan amplia, parece una labor titánica centrarse en el objeto que pretendemos adquirir. De ello se nutren las campañas publicitarias que nos bombardean constantemente con mensajes que van a todos los niveles de nuestra percepción.

Esta agresión constante a nuestra serenidad parece justificada en una guerra comercial en la que los más insistentes, los más competitivos o los menos escrupulosos, barren nuestros descansos perturbando los pocos momentos de serenidad que tenemos entre trabajo, obligaciones y sueños.

Sin embargo, parece que esta lluvia mediática que nos impulsa a desear, a necesitar cosas que antes ni sabíamos que existían, está llegando a su límite natural. Estamos ante un cuello de botella en el que nuestra propia psique ha establecido fórmulas para dejar de ver y oír los mensajes que se apartan de lo que realmente podemos necesitar.

Según la MTC, nuestra capacidad de decidir libremente y con acierto está vinculada a la circulación energética del elemento madera, en concreto a nuestro sistema energético vinculado al Hígado. Quizá si observamos la violencia y agresividad creciente de nuestra sociedad, la represión progresiva a la que las personas se ven abocadas para seguir las normas impuestas, el clima de injusticia social y el desorden natural de nuestras vidas, podemos comprender la relación existente entre todos estos elementos para poderles dar una sutil patada y reconducir nuestra funcionalidad humana. Sí, funcionalidad ante la vida, por y para la vida.

Para un artista marcial, el control sobre el centro es fundamental, el control sobre sus emociones negativas o sobre la exageración de aquellas que en su justa medida son un signo de salud física y mental, se convierte en una decisión también. Una decisión y una determinación inquebrantable de seguir en la dirección correcta por muchas veces que se nos bifurque el camino que tenemos por delante.

Nuestro razonamiento funcional tiene un carácter externo en nuestro plano psíquico, la reflexión tiene una funcionalidad vital para la supervivencia y para la existencia comunitaria. Nuestras emociones están en un plano más profundo. La acción de un plano sobre el otro en equilibrio nos permite establecer lazos entre nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras emociones y nuestro sentido vital. La supervivencia y evolución de nuestra naturaleza primordial depende de la sana interacción entre nuestro pensamiento superficial y nuestro pensamiento profundo, entendiendo el razonamiento como lo primero y las emociones como lo segundo.

Cuando nos vemos obligados a decidir, constantemente, sobre todo lo que acontece no estamos contraviniendo ninguna norma natural de la vida, simplemente estamos realizando una acción equilibradora entre un yin o un yang contextual concreto. Sin embargo, cuando esta acción es constante y tenemos ante nosotros a cada momento, no dos o tres opciones de decisión, sino miles, millones, entonces estamos en realidad frente a un problema de percepción que debemos abordar inmediatamente.

No somos ordenadores. Nuestra mente está siendo obligada a evolucionar en la dirección de una máquina, de un ser capaz de hacer millones de cálculos por segundo antes de dar un paso. Esta asimilación de nuestro pensamiento, de nuestra capacidad psíquica a la de un ordenador, por una parte nos muestra el interés de algunos de implicar laboralmente el 100% de nuestra efímera existencia y, por otra, nos está mostrando un desvío equivocado de nuestro proceso evolutivo. Muchos pensarán que esto no tiene vuelta atrás. No estoy de acuerdo.

Nuestra evolución como personas, definición que aglutina no solo a nuestro cerebro y a nuestro cuerpo, está vinculada directamente a nuestro proceso de maduración y comprensión profunda. Nuestro crecimiento personal tiene una única dirección sin tantas decisiones. Necesitamos acometer un plan de supervivencia acorde a nuestra adaptación natural al medio que ya nos está impulsando a dejar de oír, dejar de mirar y dejar de hablar. Podemos hacernos multitud de preguntas para afrontar este problema:

·         ¿Qué pensamientos nos sacan del eje?

·         ¿Por qué lo hacen?

·         ¿Cómo hemos llegado a darles ese poder?

·         ¿Quién los dirige realmente?

·         ¿En qué medida intervienen los diferentes sistemas sociales en esta situación?

·         ¿Hasta qué punto obedece ese estado a nuestra real naturaleza?

·         ¿Cómo se relacionan nuestras emociones desequilibradas con determinados enfoques de razonamiento?

·         ¿Cómo puedo revertir la situación?

·         ¿Hasta qué punto estoy inmerso en este caos?

·         ¿Qué necesito realmente para mantener el equilibrio?

·         ¿Hasta qué punto puedo desenfocar los pensamientos desequilibrantes?

·         ¿A dónde puedo mirar para recuperar mi centro?

·         ¿Cuál es el estado ideal para conseguir mantenerme en ese proceso?

·         ¿Cómo evito las recaídas?

Si tras hacernos estas cuestiones comprendemos que nuestra vida discurre en un clima de complejidad extremo, en parte motivado por la gran cantidad de necesidades adquiridas absurdas, podremos concretar, sin necesidad de decidir por la pastilla roja o la azul, que es el momento de levantar el pie del acelerador.

Es el momento de comprender lo fundamental, lo necesario, lo inequívocamente humano que hay detrás de nuestro sentido, detrás de este pequeño fragmento de tiempo que llamamos vida.

Un artista marcial decide con rapidez ante el conflicto, decide antes del conflicto. Decide sobre las vías de escape, sobre las formas de disolverlo, sobre cómo estamos siendo arrastrados hacia él, cómo participamos en su progresiva inflamación. Esta capacidad de decidir no puede estar agotada por miles de elementos  que nada tienen que ver con nuestra real supervivencia. Necesitamos pensar con claridad, discernir y tomar las decisiones acertadas para la vida. Este es el primer pilar de decisión, decidir vivir.

Cuando estamos inmersos en el conflicto, cuando estamos en la distancia en la que no hay marcha atrás, ya hemos saltado al vacío. A partir de ahí no hay decisiones posibles. Solo queda una acción resuelta y guiada por lo que ha sido nuestro entrenamiento a lo largo de los años. Nuestras decisiones tienen un contexto natural, si agotamos nuestra energía para decidir, agotamos nuestra capacidad para crecer y para gestionar con acierto estas situaciones de conflicto. La madera también tiene esa característica en la MTC, el crecimiento, el florecimiento que, de no tener energía suficiente por agotarse en banalidades, puede llevarnos a tomar el camino equivocado, un camino que en ese caso estará acompañado por la ira, por la tensión, por la enfermedad y por el desconcierto de no comprender por qué o para qué estamos actuando de esa forma concreta.

Decidir vivir es apostar por lo simple sin perder de vista la enorme complejidad de la naturaleza de la que formamos parte. No podemos dejar de maravillarnos de la realidad de la creación, de cómo la vida fluye, pulsa a nuestro alrededor, unas veces haciéndonos actores y otras espectadores de tan magnífico espectáculo.

Decidirse por la conversación, por la paciencia, por esperar tranquilo sin sobresaltos la lógica maduración de la vida forma parte de un enfoque saludable de nuestros aspectos psíquicos. Dejar de alterar constantemente nuestras emociones a través de un deseo imposible de satisfacer por la miríada de objetos sobre los que nos impulsan a decidir, de una visión limitada de lo que somos o lo que podemos ser. Si sentimos realmente en silencio nuestro interior, no habrá dudas de lo que somos. No necesitamos decidir qué hacer porque nuestra naturaleza nos guiará correctamente a través de una acción abierta desde el mismo corazón.

Si dejamos entrar los mensajes que nos invitan a tomar partido en exceso sobre aquellos elementos que no aportan a nuestra vida nada más que complejidad, consumo, dispersión, distorsión, evasión de lo importante, seguramente fabricaremos mil y un argumentos para no salir de esa espiral insana e inhumana.

El ser es lo que es. Su evolución es la evolución de la consciencia. Ser conscientes constantemente del instante presente, de la realidad que nos envuelve y nos aborda, la que sí que requiere nuestra presencia física, mental y espiritual. La vida ciertamente es un proceso constante de decisiones, pero decisiones desde el equilibrio, decisiones sobre lo vital, sobre lo humano, sobre lo realmente necesario. Decidimos ser quienes somos, sin inducciones. Decidimos hacer el bien o el mal, decidimos apoyar a las personas o hacerlas caer, decidimos ser nosotros mismos o un personaje inventado por otros para que alimentemos sus arcas a costa de nuestra propia naturaleza.

No hay revoluciones de sangre y fuego. La máxima revolución a la que podemos aspirar es la revolución de decidir por nosotros mismos, desde nuestra naturaleza, el camino real de nuestras vidas, nuestra coherencia sobre los elementos reales de la felicidad que queremos fomentar y difundir. Esta revolución sobre la decisión profunda nos permitirá no caer en el engaño del consumo, en el engaño de la política, en el engaño del pensamiento inducido. Nos permitirá levantarnos por la mañana afrontando el proyecto vital diario de fluir en la vida con amor, bondad, paciencia, ilusión, esfuerzo y voluntad de progresar en todos los aspectos positivos de nuestra conciencia. Es cierto que lo oscuro también vive dentro de nosotros, pero nosotros decidimos hacia dónde dirigir nuestro foco mental, decidimos qué nos calienta desde dentro el corazón y qué nos calienta superficialmente agitando emociones que desequilibran nuestra energía.

La paz depende de esta revolución personal interior. Depende de nuestra capacidad de ser ejemplares en el ejercicio de esta determinada decisión de ser nosotros mismos, de ser auténticos. Una revolución imparable porque el corazón del ser humano es la fuente de energía más potente del universo, estamos formados por el mismo Qi que anima a las estrellas a brillar, que guía el movimiento de los planetas y los astros de este inconmensurable universo.

Si somos conscientes de nuestro papel en este gigantesco entramado, dejaremos de utilizar nuestra vida para estas pequeñas cosas sin sentido. Nos centraremos en aumentar nuestra conciencia, el elixir sagrado de este universo formado de partículas que no sienten, que no sueñan, que no comprenden. Estas características de la energía del universo se dan en cada uno de nosotros, nos permiten ser la quintaesencia de la evolución de un universo expansivo que converge en nuestra capacidad para desarrollarnos con la misma fuerza expansiva que hace girar el espacio y el tiempo.

Esta es nuestra verdadera e imparable revolución, la que dará al traste con toda la oscura superficialidad que pretende convertirnos en un montón de chatarra de usar y tirar. No podemos ni debemos ceder ante esta tendencia, debemos mantener vivos los valores que nos hacen ser humanos, esa misión no imposible le da todo el sentido que necesita nuestra existencia.

A partir de esa convicción, de ese sentido de nuestro papel fundamental en el universo, encontraremos toda la motivación necesaria para abordar las tareas que nuestro corazón nos proponga, conscientes entonces de que nuestra misión es la misma misión de la creación. Que nuestra acción diaria no es diferente de la radiación solar que hace brotar la vida. Que nuestra ilusión por amar y ser amados es el objeto último de un universo que quiere comprenderse, a través de nuestra propia consciencia, porque todo lo que vemos y lo que nos llega no deja de ser un reflejo interpretado de nosotros mismos.

Artes Maritales

Artes Maritales

«Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos». Esta fracción de una cita del siempre impactante D. José Saramago, premio Nobel de literatura, nos acerca a la idea sobre la que queremos trabajar en el presente artículo.

El ámbito de las relaciones personales se encuentra un tanto desbocado, pese a que estamos en la época de las «redes sociales». Ahora más que nunca la distancia física ha dejado de ser un obstáculo para la comunicación entre los seres humanos. Todo nuestro universo personal, tal y como decía Ortega y Gasset, se configura entre nosotros  y las circunstancias de nuestra vida, que provienen del conjunto de elementos humanos que intervienen en ella desde fuera.

Las personas que nos rodean son el elemento alfa de esas circunstancias. La forma en la que nos perciben y la forma en las que las percibimos  son determinantes al adoptar un modelo conductual de relación u otro. Esta forma de vernos, de sentirnos, de comunicarnos, debería ser el eje real sobre el que iniciar algunas de nuestras reflexiones más profundas, sobre todo las vinculadas a la naturaleza significativa de nuestra existencia.

Vivimos desde el ego y eso crea un perfil interactivo fácilmente reconocible y evidentemente desnaturalizado. Baste profundizar un poco en estas cuestiones para darnos cuenta de que nuestra influencia recíproca parece tener una finalidad que apunta directamente a nuestra propia espiritualidad. Vivimos rodeados de personas, nos relacionamos con unas, despachamos a otras, con algunas nos casamos para luego divorciarnos y volvemos a encontrarnos con otras que quizá nos acompañen hasta el final de nuestros días.

Nuestras parejas, nuestros hijos, nuestros familiares, nuestros amigos, los compañeros del trabajo y los colegas de profesión, todos ellos y otro largo etcétera, se comunican con nosotros de muchas formas, formas no siempre exclusivamente modeladas por el ámbito contextual en el que ocurren. Los corazones humanos tienen un lazo común que permite que estas comunicaciones tengan un sentido superficial a la vez que un sentido profundo que no debería ser obviado.

Cuando hablamos de nuestra seguridad en las relaciones de amor y amistad, palabras que en determinados contextos deberían representar una sinonimia indiscutible, nos mostramos dubitativos y fijamos la incertidumbre propia de aquello cuya garantía no nos compete realmente. Damos por hecho que el mantenimiento, o no, de una relación depende más de factores externos que de nosotros mismos. Sin embargo, solo nosotros decidimos cómo ejercer esas características relacionales con un significado real, uno que les proporcione la solidez oportuna, una solidez que puede hacer emerger la verdadera naturaleza comunicativa de dicha relación.

En un orden de importancia, podríamos coger como ejemplo la relación más directa de nuestro entorno cercano, las relaciones de pareja.

¿Qué representa actualmente una convivencia en pareja? Si analizamos el porcentaje de divorcios actualmente en España podemos comprobar que las cifras son catastróficas para la idea de convivencia marital (artículo de referencia de datos) Parece que una maldición se cierne sobre el antiguo modelo familiar asentado en torno a un proyecto común de dos personas por crear un entorno de familia. Al margen de la idea religiosa o tradicional del matrimonio parece que ningún tipo de relación tiene una durabilidad garantizada. ¿Por qué ocurre esto?, ¿estamos ante una forma biológica de obsolescencia programada?

Algunos estudios señalan a los procesos de desconexión hormonal entre las parejas, una especie de decadencia biológica progresiva que debe superarse con un desarrollo afectivo supra hormonal. Estaríamos hablando de un metaenamoramiento vinculado a aspectos más sutiles y no puramente biológicos.

Según Helen Elizabeth Fisher, una profesora de Antropología e investigadora del comportamiento humano en la Universidad Rutgers, los periodos de enamoramiento no tiene un soporte biológico temporal superior a 4 años, lo cual podría justificar que ese sea el plazo medio más habitual de duración de las parejas antes de separarse. Este vínculo parece sujeto inevitablemente  a una química perecedera.

Sin embargo, el vínculo espiritual entre los humanos no tiene caducidad biológica. No faltan muestras en el pasado que corroboran esta afirmación, señalándonos que algo está fallando en nuestro enfoque actual de la convivencia.

Quizá si volvemos la vista a lo que la tradición espiritual nos insinúa veremos que, tanto el hombre como la mujer, no buscan exclusivamente un modelo humano con el que reproducir la especie. También desarrollan vínculos afectivos emocionales directos con el corazón de la otra persona para entablar un lenguaje sutil de correspondencia vital más amplio que el puramente sexual.

El Taijiquan nos muestra un modelo simbólico de interacción exacto para enfocar este problema. Un modelo que pone de manifiesto nuestra potencial capacidad de estar, en una forma minúscula, dentro del otro y ser a su vez la compensación necesaria para que el balanceo natural de la vida no destruya la circularidad, perfecta e impoluta, que refleja esta dualidad complementaria.

Nuestra pareja es nuestro espejo. Es el punto de referenciación a través del cual podemos comprender y entender nuestra sutil esencia contraria a nuestro rol sexual. No sólo somos hombres o mujeres, somos células impregnadas de espiritualidad y energía fluyendo los unos hacia los otros en una danza cuyo sentido escapa a nuestros sentidos externos.

El respeto de la individualidad particular de todas las personas que nos rodean, así como el asombro constante por todo aquello que nos pueda llevar a reconocer nuestro propio contrapunto, pueden ser unos más que loables objetivos en nuestro caminar en paralelo. Acercamiento y alejamiento como fases naturales de un proceso en el que todo es dinámico. Un proceso de afinidades y desconciertos que deberíamos asumir con la misma perspectiva con la que observamos la naturaleza que nos rodea.

Todo aquello que acontece a nuestro alrededor es un hecho milagroso, es un evento que debería hacernos maravillar por la grandeza de lo que significa la existencia. Una persona, un ser, un alma compañera que nos comunica, constantemente, un reflejo de una parte pequeña de nosotros que nos permite por su emergencia  ser más completos, ser más comprensivos, ser más coherentes.

Admitiendo nuestra necesidad interactiva sutil  estamos llamando al sentido de la convivencia y del desarrollo de una familia de interacciones positivas. En estas interacciones positivas podemos invertir todo nuestro capital afectivo para reconducir cualquier elemento discordante de nuestra música simétrica. El alma tiene dos polaridades inequívocas en su manifestación post celeste. Así nos configura el tao al que no podemos nombrar y sobre el que no tiene sentido especular. Qué más ejemplo que los que estamos y cómo estamos.

En todos los ámbitos de nuestra vida, desarrollar la capacidad para ver el mensaje que los otros tienen que comunicarnos a través de sus propias vivencias, sus expresiones, sus palabras, sus circunstancias, justifica el pequeño esfuerzo de poner nuestra atención en un punto de vista diferente. No apuntar al otro desde nosotros sería un buen comienzo. Disolver nuestra propia autopercepción antes de entrar en comunicación sutil con otra persona puede ayudarnos a percibirla sin el ruido autoreferenciante de nuestro ego. Es sin duda éste el que pretende constantemente reflejar en las personas que nos rodean todo aquello que ha decidió no admitir de nosotros mismos. Como proceso de protección de nuestro intelecto, el ego puede llegar a ocultar todo aquello que nuestros semejantes tienen que decirnos sin palabras.

La tradición nos invita a desaparecer, a desvincularnos progresivamente de la imagen que tenemos de nosotros, de su condicionamiento operante en nuestras relaciones humanas. Este proceso, que no entra en contradicción alguna con el natural proceso de individuación que rige la maduración del individuo, debería ayudarnos a entender mejor el sentido de nuestra comunicación sutil, las causas que realmente nos acercan para alimentar nuestro olfato espiritual y descubrir, a través de ese reflejo, aquello que en nuestra propia psique autodominada por el ego no podemos observar.

El otro puede presentársenos entonces como una trampa eficaz en la que encerramos nuestras proyecciones para, una vez capturadas, poder analizarlas con detenimiento. Necesitamos a los demás para conocernos. Aquello que nos molesta, aquello que nos indigna, aquello que produce fundamentalmente nuestra airada expresión, no deja de ser el reflejo reprimido de esos «algos» que en nosotros no estamos dispuestos a admitir.

El verdadero papel de nuestro contacto, de nuestra comunicación, forma parte de nuestro propio sentido vital vinculado al resto de seres humanos. Podemos vivir aislados, pero qué desperdicio vital dejar de disfrutar del contacto visual, sonoro, táctil de todo aquello creado de la misma y asombrosa manera.

La magia de la convivencia radica en nuestra forma de enfocarla, en nuestra forma de valorar la vida en su magnificencia por encima de nuestra pequeñez autocreadora. La capacidad de expresar desde el corazón el amor que debe nutrir nuestro sentido comunicativo justifica el esfuerzo. Poder encontrar en el otro todo aquello que buscamos inconscientemente en nosotros será el regalo de este pequeño esfuerzo, de este gran esfuerzo de retomar la senda real de las relaciones humanas.

La compleja simplicidad de la vía

La compleja simplicidad de la vía

La complejidad aparente define el comienzo del viaje. Comenzamos percibiendo el volumen de la obra, la magnitud de la creación ante la que nos encontramos. Vislumbramos la imagen de una catedral inaprensible y, ligada a ella, sentimos una gran sensación de incapacidad creativa instantánea, inmediata. Conscientes de la dificultad para comprender en su totalidad lo que tenemos delante nos dejamos arrastrar por su atractiva magnitud.

La complejidad general de su estructura y la perspectiva de tener que afrontar un aprendizaje enorme en una eternidad de minúsculas porciones, garantiza la opción del desaliento a aquel que navega en las aguas de la impaciencia, un mal común en nuestros días.

Es por esto que esta cualidad, la paciencia, es el primer requisito exigible a quién pretende abordar este camino en paralelo con su vida. Para exigirla, para entender que no es un castigo premeditado inicial sino que se trata de una prerrogativa indispensable para afrontar con éxito las dificultades y procedimientos propios del camino a recorrer, debemos ahondar en sus formas y pilares, en aquello que la fundamenta y que puede y debe inculcarse en la base fundamental de todo arte marcial. Disponer de este primer apoyo es fundamental en un contexto en el que, por defecto, la carencia será la regla sin excepción.

La paciencia, como cualidad humana, necesita alimentarse, refinarse y fomentarse en la medida que, siendo un innegable esfuerzo, una parte de la tendencia acomodaticia de nuestra mente puede acabar alcanzándola y derribándola antes de que la hayamos asentado como una característica eje de nuestra personalidad marcial y humana.

La paciencia será claramente el resultado de una motivación real, no ficticia, que alimente y defina nuestra búsqueda en este territorio por explorar.

Esta motivación real no se basa en una  imagen idílica, no se soporta en un modelo cinematográfico de corta duración que excite nuestras imágenes arquetípicas del héroe, lastrando el resto de nuestra personalidad a ese fundamento parcial. No puede ser fruto de una emoción de base o de perversiones como el rencor, la ira, la envidia o tantas otras expuestas por sistema en historias escritas o filmadas. Estas emociones se agotan en la medida en que nuestro camino va en otra dirección y, por lo tanto, dejan de tener el alimento que las mantenga, decayendo entonces nuestra virtual motivación y, por defecto, nuestra paciencia para afrontar una práctica que perderá entonces toda su razón de ser.

Esta motivación natural se nutre de comprender el real sentido de lo que vamos a hacer a lo largo de este aprendizaje, de comprender el sentido de sus fases, de sus tiempos, de nuestras capacidades y las necesidades de transformarnos para adaptarnos a un mensaje físico, mental y energético diferente.

 La práctica marcial nos va a mostrar inicialmente nuestros límites. Aceptarlos será un primer paso para comprender el proceso constructivo y evolutivo que significan en su conjunto las artes marciales.

 A partir de estas premisas, aceptando nuestros límites, vislumbrando la longitud vital del camino, comprendiendo la necesidad de ser pacientes y construyendo esa paciencia con una motivación inquebrantable sustentada en el sentido correcto de nuestra búsqueda, sólo entonces podemos hablar de una iniciación en esta práctica ancestral.

Este primer periodo de asentamiento, de fijación de bases, de comprensión de límites es una ruta ascendente que nos muestra con dureza esta primera parte del viaje, esta primera cima que escalar en la que, culminada, nos encontraremos con un Yo que desconocíamos pero que identificamos como lo más esencial de nosotros. Desde allí la visión del camino es diferente, observamos la longitud, las posibles dificultades, pero vemos también el horizonte de nuestra búsqueda y los lastres que arrastramos.

Comienza entonces un camino de regreso interior en el que el esfuerzo inicial de comprender el conjunto global desde sus primeras técnicas básicas, hasta llegar  a dominar el volumen preestablecido de ellas, se va invirtiendo en una constante visualización de la simplicidad implícita en cada gesto complejo, en descubrir cada patrón escondido que se reproduce modificado en cada peculiar prisma de un contexto mutable. Coleccionar en lo más profundo de nuestro ser esos patrones, relacionarlos, y contrastarlos con las imágenes tridimensionales de aquella catedral original,  nos ayudará a convertir nuestro ser en una réplica interna absoluta de ella, un modelo en el que nuestra individual conjetura modificará de forma efectiva la colocación de cada columna de esta edificación, todo ello sin corromper las leyes naturales de soporte y acción que nuestra intuición ha descubierto año tras año en el proceso del entrenamiento. En ese momento el ser y el arte se funden en una única corriente que fluye en la dirección inevitable de un destino decidido.

Alumnos y maestros II

Alumnos y maestros II

Quién no ha buscado a lo largo de su vida un guía que le ilumine el camino, una referencia que le aporte a su vida un equilibrio externo en el que apoyarse. En la antigua tradición marcial china, ese papel le correspondía a una figura de la máxima importancia: el maestro. Un guía que anticipaba una dirección, un ayudante para la capacidad individual de decidir, de tomar la opción correcta de las muchas que la vida nos plantea constantemente.

Esta guía cumplía una función fundamental de educación y tenía, como todos los procesos educadores, un principio y un fin. Este principio estaba definido por una necesidad primordial y el fin tenía mucho que ver con la superación personal del alumno que, satisfecha esa necesidad inicial de conocimiento y guía, se enfrentaba a la vida atendiendo a los dictados de su naturaleza. Este final se producía con una idea clara en la cabeza de lo que constituye la convivencia entre las personas, de lo que significa el conflicto interior y el conflicto exterior, de las líneas convergentes de la naturaleza humana y de todo aquello que nos aleja de ese concepto, único medio para que la trascendencia personal fuese una realidad.

La aceptación de la necesidad social del Ser, la comprensión clara de que solos no llegamos a ninguna parte y que, en esa convivencia imprescindible para desarrollar la idea humana, era fundamental desarrollar la capacidad de dar y de recibir.

Esta comprensión era transmitida generación tras generación en contextos con una amplia gama de matices en los que la personalidad se manifestaba afinando la realización natural profunda y su necesidad de ajustarse a un entorno concreto, un medio cada vez más poblado y a veces hostil.

Las artes marciales en su conjunto adquirieron este modelo de transmisión de maestro a discípulo y contenían una serie importante de recursos filosóficos, técnicos, morales y físicos para que el discípulo aprendiese a valerse por sí mismo, con unos fundamentos humanos sólidos, una capacidad de comprender con claridad lo justo y lo injusto disponiendo de procedimientos para equilibrar su medio, tanto físico como mental, en situaciones desequilibrantes o injustas para sus preceptos fundamentales.

Esta virtud moral, filosófica, física y marcial se traducía en la manifestación de un exponente humano de las enseñanzas de una escuela, un ejemplo para la sociedad que permitiese a lo social pervivir frente a lo individual como un reflejo de la idea que ha permitido al ser humano sobrevivir a las inclemencias de la naturaleza.

Esa relación con el maestro tenía un tiempo limitado y, sobre todo, un proceso de convivencia basado en el respeto absoluto a las enseñanzas del maestro.

En la entrada del siglo XXI en la que nos encontramos, esta relación maestro/discípulo se nos presenta como un reflejo de una idea romántica anacrónica. Algunas escuelas mantienen esta tradición como parte de un legado que no puede ni debe desestimarse frente a los retos a los que se enfrenta la moderna humanidad.

La fuerza divergente del individuo estará presente siempre como antagonismo de nuestra capacidad de confluir sin que ambas potencialidades sean, por si mismo, elementos negativos para nuestra conducta. El exceso de separación puede ser tan dramático como el exceso de unión. La justa medida del espacio queda definida en la simbología tradicional china del yin y yang como elementos interactivos que mantienen su peculiar forma y distancia, una como un reflejo inverso de la otra, pero conteniendo el germen que permite la comprensión equilibradora de su opuesto.

En la relación maestro alumno se reproduce el proceso completo de la creación en el que la unión, el encuentro supone un parto a una nueva vida con una leyes propias y con una dirección inamovible en la que, tanto el alumno como hijo y el maestro como padre, aceptan un rol de dar y recibir en distintos niveles. El maestro impronta el eje de equilibrio y conocimiento que el alumno necesita para enfrentarse positivamente a la vida. El alumno a su vez le muestra al maestro que la naturaleza es mutable, que la tendencia divergente hacia lo propio, lo exclusivo, el ego, es una realidad perenne que nos acompañará hasta el final de nuestros días. El maestro comprende la necesidad de dar desde el corazón y el alumno aprende a recibirlo en el mismo espacio para gobernar su constante intento por imponerse desde la inexperiencia. El contraste entre las experiencias de ambos roles forma parte de la indisoluble comunicación que debe establecerse entre el padre y el hijo en el camino.

Esta relación debe entenderse siempre en esta justa medida de respeto de espacio y de la naturaleza individual de cada uno de ellos. El maestro, en su proceso de no invadir a su alumno en términos de posesión y de dominio, le muestra que el acto de dar los frutos de la propia experiencia no reviste ningún pago posterior, no está supeditado a la deuda de pleitesía que algunos falsos maestros imponen a sus alumnos. Esta práctica nefasta, y por desgracia tan común, termina generando una forma extraña de esclavitud en la que falta por completo el compromiso de ayudar a que las personas alcancen la libertad del conocimiento propio y de la gestión personal de todo aquello que llega a su mente y a su corazón.

El alumno por su parte respeta la dedicación del tiempo vital de su maestro que regala este espacio de su vida a volcar su comprensión en la medida justa del recipiente humano de su alumno. Esa tarea comprensiva, a veces equivoca los requerimientos exigentes en los que pueden caer algunas personas que también exigen un pago por su dedicación en el aprendizaje. Una exigencia que, en algunos casos, puede llegar hasta el inconcebible juicio por la vida personal de su maestro, un juicio que irrumpe de lleno en el espacio individual del maestro al que el alumno no debe acceder, un espacio común inviolable en ambas direcciones.

En un mundo plagado de imágenes e ideales, es fácil confundir estos roles como estructuras de intercambio contractuales en las que se puede contraer una deuda insoportable que hará que, finalmente, la separación inevitable de maestro y discípulo ocurra en circunstancias negativas, algo que puede acompañar a ambas personas como un lastre el resto de sus vidas.

El periodo de este aprendizaje no debe prolongarse más de lo necesario. De ser así, es muy probable que estos problemas anteriormente mencionados, tengan más fuerza para imponerse y provocar este desastre. Algunos maestros hablan de un mínimo de 3 años y un máximo de 5 años en los que el alumno acepta sin discusión las enseñanzas. A partir de ese periodo, toca enfocar con valentía la vida, la experiencia personal con lo aprendido, la realidad de nuestra responsabilidad personal de asumir los compromisos que nos corresponden como seres humanos individuales y sociales.

A partir de ese momento, de esa despedida, la relación entre ambos se convierte en una forma de amistad duradera en la que el respeto mutuo y el diálogo interactivo, sin imposición, serán un garante de convivencia y armonía en las otras facetas del camino.

El maestro se convierte en ese momento en un pozo al que acudir para reafirmarse, para concretar, para pulir cualquier arista de nuestra personalidad que ha quedado pendiente de definir. Cada encuentro se convierte en un momento feliz de concurrencia en el que padre e hijo se reencuentran y se reconocen el uno en el otro, no como clones ni obras personales, sino como personas libres que piensan y actúan en equilibrio aportando estas dos característicos a una sociedad que las necesita con urgencia.

Alumnos y maestros

Alumnos y maestros

La tradición marcial china ha heredado de la cultura social de su pueblo la configuración de las relaciones internas entre sus practicantes. Estas relaciones se han interpretado desde nuestra cultura occidental como una reminiscencia extrañamente tallada similar a un sistema feudal en términos de vasallaje.

Las épocas en las que se gestaron estos modelos marciales, la singularidad de los clanes que ostentaban la tradición, los modelos de práctica, el desarrollo de los sistemas, las fórmulas de transmisión y, por qué no señalarlo, el casi constante estado de guerra del pueblo chino hasta la constitución de la República Popular China en el año 1949 así como la posterior militarización de la población en su orden político, asentaron un modelo de relación interna entre estos clanes familiares muy similares a los de un régimen militar tradicional propio de la edad media.

La jerarquía social vinculada al culto a los ancestros, el proceso de refinamiento acorde a las leyes del cielo y el referente moral que vincula al individuo en compromiso con aquello que el cielo le ha encomendado para alcanzar la virtud general que le posiciona por delante de los Xiaoren o pequeños hombres, son algunas de las premisas confucianas heredadas por la tradicional marcial. Eco de estas premisas es el Wude o virtud marcial que aglutina una serie de principios fundamentales que debe mantener el Wuxia o caballero que practica las artes marciales.

Esta necesidad de implantar la visión de la virtud en los modelos de relaciones sociales en las escuelas de las antiguas tradiciones marciales queda excluida, casi por completo, en los modernos sistemas denominados «marciales». La justificación de esta exclusión es muy variada.

En la relación maestro-discípulo, vamos desde la crítica al anacronismo de unas relaciones serviles del alumno para con el maestro, hasta el sin sentido de nombrar a un segundo padre como guía de una vida en la que, por orden natural, acabamos descartando hasta a nuestros reales padres biológicos.

En la relación entre los alumnos nos quedamos con la necesidad de establecer órdenes competitivos que fomenten la motivación de un alumno cuyo estado natural es la desmotivación.

Si sumamos a estas justificaciones la integración e identificación de las artes marciales en el paquete ordinario de la mera práctica deportiva, el maestro se termina convirtiendo en colega entrenador, el hermano de práctica se convierte en el deportista a superar y el sagrado territorio de la práctica se convierte en un «gimnasio» en el que se combinan el espíritu de las antiguas tradiciones con sesiones de una nueva versión de gimnasias de moda inventadas progresivamente para estimular el uso del producto comercial que representan.

Como artistas marciales debemos preguntarnos qué buscamos realmente con nuestra práctica. Todo lo que tenemos a nuestra disposición, instalaciones, profesores, compañeros, modelos y estilos, todo está realmente pendiente de nuestra interpretación y de nuestro deseo profundo de darles un sentido coherente.

El profesor no es un autónomo al que contratamos parte de su tiempo y pagamos para que nos instruya en los elementos que necesitamos para superar a los demás. No es un tendero y nosotros sus clientes. No es nuestra propiedad. Nos encontramos con una persona que nos entrega un momento de su vida en el que confluyen todos sus conocimientos y experiencias adquiridas tras muchos años de entrenamiento, lesiones, gastos enormes en formación, batallas personales por dedicarse a aquello que le dicta su naturaleza y responsabilidad con la materia que aborda.

Igualmente, el alumno que decide entrenar artes marciales no es un deportista o un mero aficionado. No aprendemos un arte tan difícil como resulta ser cualquier estilo tradicional, que nos exige una revisión a fondo de nuestros principios morales, físicos, mentales y espirituales, para ir por los circos dando saltos entre payasos y titiriteros, sin menospreciar estas dos honorables profesiones.

La espectacularidad visual de algunos estilos y su enfoque deportivo basado en una estética atractiva confunden habitualmente a los testigos del arte en su justa apreciación. El artista marcial crea una obra enorme dentro de sí mismo a través de la transmisión milenaria que aborda cada vez que pone un pié en su escuela. Olvida el universo entero para centrarse en la palabra que su maestro le regala como una píldora sagrada que le permita vislumbrar con exactitud la realidad de lo que pretende aprender. El practicante de artes marciales decide asumir la vida instante a instante con un modelo espiritual de lucha incansable y de autosuperación ante las inevitables adversidades de la existencia, preparando cada momento de su vida para ser plenamente consciente de él.

Cuando aprendemos a respirar, a organizar nuestras emociones, a colocar nuestras articulaciones y nuestros músculos en las posiciones que la técnica nos brinda, cada vez que iniciamos estos procesos, estamos entrando en un mundo de regulación rigurosa de lo más profundo de nuestro ser. Estamos acercándonos a entender el sentido del instante presente como única realidad constatable de nuestro sentido vital.

En ese instante, nuestro compañero se convierte en el alma afín que nos ayuda a entendernos a través de aquello que no podemos contemplar en nosotros mismos, se convierte en el otro que sacrifica su mentira para centrarse en su verdad y aporta la confortable camaradería de quién nos valora por similitud espiritual, acude a una cita a la que nosotros también acudimos y se centra en su búsqueda de la misma forma que nosotros lo hacemos. En ese instante las diferencias entre él y nosotros no son más que palabras, el orden general de la sesión nos unifica como lo que realmente podemos llegar a ser gracias a la sabiduría del maestro que nos guía.

Ese maestro es el que se enfrenta a la dura tarea de plantear una realidad no virtual, el que establece una comunicación directa sin conexiones intermedias, el que nos invita a conocernos en realidad sin imágenes falsas reproducidas de una película, el que nos muestra el sendero de la realidad que supone caer y levantarse para volver a caer y volver a levantarse sin que merme la sonrisa.

Ese maestro está en nuestro interior, en lo más profundo de nuestra mente y de nuestro espíritu. Cuando reflejamos esa idea en la persona que nos enseña, le estamos dando tanto como ella a nosotros. Lo estamos ayudando a ayudarnos, estamos viviendo la práctica con un sentido real y generoso, con una gran humildad y un amor profundo por la práctica que ha perdurado en los siglos.

Toda realidad parte de nuestra mente. Si dejamos que la inmundicia que inunda nuestra sociedad económica y superficial contamine la imagen que queremos tener frente a nosotros dirigiendo cada instante de una sesión de práctica, estaremos matando el sentido que nos guía para finalmente comprender que, por más que buscamos al maestro, sólo nos encontramos con personas. Esas simples personas que esperan a que cada uno de nosotros vea en ella esos elementos que realmente buscamos. En ese momento y en el momento en el que el maestro siente a sus alumnos con esta visión, él les regala la visión sincera de estar frente a un grupo de amantes de la vida y de la verdad que no difieren en absoluto de los que abordaban el entrenamiento en cualquier clan familiar del siglo XVIII. Nosotros tenemos el poder real de cambiar las cosas, siempre decidimos si creamos o destruimos, siempre podemos ser felices pese a todo o ser infelices ante todo.

Las relaciones entre los practicantes de una escuela, entre ellos y sus maestros, son el fruto de un compromiso personal, individual, no vinculado a egos o a dominios, no suscrito por terceros. Son un territorio sagrado en el que la generosidad común es capaz de generar un espíritu que brille por encima de la oscuridad que nos está cegando la vista. Como artistas marciales no competimos, no somos un espectáculo, no compramos o vendemos, no criticamos, no desfallecemos,… crecemos y lo hacemos cada vez que entre las luces y las sombras optamos por brillar.

Las artes marciales son un camino, un camino que recorreremos el tiempo que queramos, un camino que puede ser una guía útil para la vida y para el sentido de la vida. El maestro estará allá donde queramos verlo y nuestra condición de alumno o cliente dependerá absolutamente de nosotros y de nuestra capacidad de ser humildes, sinceros y justos. Quizá estas tres sean las únicas normas de relación reales que conforman el espíritu de las artes marciales tradicionales.