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Dos sencillas premisas

Dos sencillas premisas

Algo tan aparentemente complejo puede resultar extremadamente simple si somos capaces de concentrar el enfoque de nuestra perspectiva hacia un aspecto fundamental de nuestra existencia.

El ser humano busca, sobre todas las cosas, ser conscientemente feliz. Una felicidad consciente sujeta a un requisito fundamental: ser socialmente libre sin que esa libertad afecte a la felicidad consciente de nadie de forma negativa.

Podríamos remarcar estas dos afirmaciones como la idea central de nuestra existencia enfocada hacia el bien y hacia un sentido razonable de vivir.

Lejos de quedarnos en las palabras, debemos reflexionar profundamente sobre estas dos ideas para clarificar, si conocemos la felicidad, si somos realmente conscientes y si todo ello ocurre en un entorno en el que podemos expresar con libertad la esencia de nuestra persona.

Por desgracia, el entorno en el que actualmente nos encontramos aún no ha llegado a ese punto. Es fundamental entender que quizá la convergencia de nuestra evolución hacia esos parámetros depende absolutamente de nuestro esfuerzo por establecer estas leyes en lo más profundo de nuestra búsqueda personal.

Para lograrlo necesitamos aceptar nuestra colectividad, aceptar que no estamos solos y que nuestra supervivencia en esta naturaleza ha dependido siempre de nuestra capacidad para organizarnos como grupo y asumir, desde ahí, las vicisitudes que nos afectan.

Todo ello pasa por lograr un estado de conciencia elevado, un estado en el que seamos capaces de distinguir la felicidad del sufrimiento, asumiendo las dos caras de esta moneda en una sociedad egoísta, pero entendiendo que podemos renunciar individualmente a este egoísmo imperante.

 Otro problema de nuestro grupo humano es la magnitud demográfica que hemos alcanzado. Una magnitud sin parangón en ningún estrato conocido de nuestra historia. La cantidad de personas y sus complejidades individuales hacen muy difícil establecer un gobierno propio que esté a salvo de los egoísmos que nos rodean, egoísmos insensibles a cualquier mensaje que les invite a evolucionar su conciencia hacia una empatía social positiva.

Estando así las cosas resulta complicado afrontar un enfoque transformador en nuestra sociedad que nos augure un destino feliz. Como siempre no nos queda más fuero que el propio, ni más objetivo en nuestras vidas que centrarnos en ellas y en lo cercano que nos rodea. La asociación de afines puede dar una potencia positiva a este impulso, pero resultará fundamental que esta reunificación de un colectivo que presione con estos valores humanos no naufrague en los pozos inevitables que toda estructura de volumen acaba desarrollando por debilidades de principio.

La organización libre y decidida a transformar la sociedad debe partir de una educación absolutamente enfocada desde las dos premisas inicialmente expuestas. Eso significa erradicar el elemento competitivo como motivación jerarquizante de los logros evolutivos personales. Eso requiere una entrega absoluta del educador a la transmisión desde el ejemplo de su propia evolución personal, una evolución en la que decidimos desde nuestra libertad social de elegir sin egoísmos y conscientes de la necesidad del bien común.

Algunos piensan que hay que dejar que la naturaleza del ser humano se manifieste como le apetezca desde las edades más tempranas, craso error que nos desvincula como guías adultos de las generaciones venideras y que tira a la basura cualquier experiencia positiva que pudiésemos transmitir como elemento de compensación al caos social en el que existimos. La situación actual no está libre de influencias nefastas para estos objetivos que señalamos, cualquier transformación de esta tendencia tendrá que tener en cuenta la necesidad de establecer presiones compensatorias positivas para lograr el equilibrio de la transmisión de valores fundamentales para el ser humano.

Desde esta educación, la acción posterior debe estar guiada igualmente por los principios anteriormente descritos. Unos principios que nos exigirán de nuevo poner en práctica constante la referencia de felicidad que nos proporciona establecer modelos que permitan a otras personas crecer en libertad social positiva, conscientes de la felicidad real que esto les proporciona. Ser feliz es sentirse satisfecho plenamente. Satisfechos de la vida y de las decisiones que nos guían por ella.

La transformación nos exigirá ir poniendo el énfasis en las cosas realmente importantes y retornar a una visión coherente de nuestra evolución humana, en su faceta personal, social, cultural, espiritual, biológica y, sobre todo, tecnológica. Podemos llegar a ser una sociedad que utilice su tecnología para permitir que el ser humano dedique la totalidad de su tiempo al desarrollo de nuestro último estrato evolutivo: la consciencia fundamental de nuestra existencia. Quizá desde ahí  tengamos la posibilidad de crecer en la felicidad de un mundo sin exigencias de horarios, empleo, competencias u ganancias. Un mundo en el que nuestra evolución posterior venga dictada por nuestra capacidad para ser felices y para solucionar los enormes problemas que hemos generado a lo largo de nuestra evolución anterior.

Si somos capaces de rehacer nuestros destrozos, recomponer nuestro interior y corregir el camino equivocado que como grupo social humano hemos dictado, quizá queda una esperanza para que el proyecto del ser humano como vehículo de una consciencia trascendente sea una realidad.

Integración positiva

Integración positiva

Que el ser humano está en constante evolución es ya un hecho indiscutible. Las mentes más sabias de nuestro mundo coinciden en afirmar que las nuevas generaciones presentan una adaptación mayor al mundo en el que vienen a aparecer.

Muchas teorías adornan esta afirmación justificando el hecho en sí como el inevitable resultado de un proceso de selección natural, y lógica configuración, del ser humano como elemento adaptativo al medio.

Sin embargo, la selección natural tantas veces aducida por la ciencia como modelo confluyente de cualquier atisbo de coherencia en el sentido de nuestra existencia, hace ya mucho tiempo que dejó de operar en el modelo en el que nos hemos apoyado a lo largo de tantos y tantos siglos de progreso.

La dirección de nuestra evolución estaba antes marcada por necesidades de subsistencia, de perpetuar la especie frente a las inclemencias de una naturaleza no siempre bondadosa con la especie. Necesitábamos dejar de ser cazados para convertirnos en cazadores, dejar de sufrir enfermedades para utilizarlas voluntariamente o involuntariamente como un instrumento de dominio. Era preciso contener el agua, controlar la tierra, manejar los ríos y mareas aplicando medidas de prevención oportunas a los posibles desastres asoladores de nuestras ciudades.

En definitiva, el ser humano tenía que progresar, prosperar en la dirección absoluta del dominio completo sobre el medio en el que su vida iba a desarrollarse.

Esta carrera para situarnos en lo más alto de la cadena evolutiva, en lo más alto de las especies, tenía una finalidad de protección de lo que denominamos humano, de lo que contiene en última esencia la capacidad evolutiva de la conciencia que impregna todo el universo.

Para lograr esta supremacía no era necesario agotar, fundir, acabar con todo aquello que nos mostrase oposición. Este recurso del hombre para, no sólo evitar o prevenir, sino erradicar por completo cualquier posible problema futuro, parece enquistado en nuestra genética.

Llevamos en guerra desde el comienzo de nuestra génesis. Todo ha sido guerra por imponer una idea por encima de todo y de todos. Esta idea de supervivencia estaba vinculada directamente a esa selección natural a la que nos referíamos anteriormente.

Sin embargo, cuando el objetivo de la supervivencia está en muchos modelos sociales más que superado, nos encontramos con que otros intereses, de otro orden, dictan la dirección de esta evolución natural del hombre. Ahora somos personas tecnológicamente evolutivas. Nuestra superioridad se basa desde el comienzo de los tiempos en nuestra capacidad para administrar las ideas capaces de generar tecnología. Desde el cuchillo o la lanza al moderno ordenador, todos los instrumentos capaces de mostrar una utilidad a nuestra funcionalidad social son y serán diseñados y fabricados para que nuestra complejidad en este entorno continúe evolucionando.

Esta tecnología marcó desde el comienzo de los tiempos no solo una diferencia entre el ser humano y las diferentes especies, también creo diferencias entre los propios grupos que luchaban por preservar sus costumbres, tierras y posesiones. Mucho ha tenido que llover hasta que lleguemos a una estructura social legislada y controlada en la que la educación y los derechos humanos comienzan a emerger como brotes reales del siguiente paso que debemos dar.

Nuestra evolución tecnológica ha arrasado literalmente todos los aspectos sutiles de nuestra sociedad transformando e injustificando visiones tan aparentemente anacrónicas como la religión o las humanidades. Hemos evolucionado con un error que continúa perpetuándose en el tiempo, un error fatal que podemos y debemos corregir.

Aceptar la creencia popular sobre la existencia de Dios, entender el sentido de nuestra existencia y sobre todo, si me lo permite Milan Kundera, reconocer nuestra insoportable levedad, no son más que tareas pendientes que la tecnología nos promete resolver. Para llegar a hacerlo establece una exploración a lo más profundo de la materia y otra a lo más lejano del universo, olvidando que ambos extremos están naturalmente blindados a nuestra intervención consciente.

La intención de este artículo no es la de criticar a la tecnología pensando que los tiempos pasados fueron mejores. Esa afirmación no tiene la más mínima base lógica si tiramos particularmente de historia. Sin embargo, al evolucionar hacia la tecnología descartando nuestras etapas evolutivas anteriores caemos en el error de perder las referencias que nos han conformado como lo que somos. Entre estas referencias podemos citar a la guerra por la supervivencia, la mitología que registraba un simbolismo inaprensible o a la religión con su intento de organizar las ideas o iluminaciones de la vanguardia de la experimentación de la conciencia.

El ser humano es realmente un proceso evolutivo de lo más burdo a lo más sutil. Ya no matamos a nuestros opositores, dialogamos y llegamos a acuerdos que nos permiten colaborar desde puntos de vista diferentes para encontrar lo que nos proyecta a un futuro compartido. Nos encontramos en un momento de nuestra historia en el que debemos reflexionar sobre nuestra capacidad real de integrar todos los elementos que nos han traído hasta aquí, y dejar que ellos a su vez se impregnen de lo mucho que tiene que decir a partir de ahora nuestra evolución tecnológica.

Si aplicamos tan sólo las transformaciones que la tecnología pura y dura nos propone nos encontraremos con un panorama en el que realmente vale todo en pos de esta evolución. Comenzaremos a hacer experimentaciones que descarten al individuo como final receptor del producto de la investigación.

El ser humano debe trabajar y evolucionar para ser realmente humano, consciente de su responsabilidad para con el  planeta y las restantes especies que lo pueblan. Consciente de su espiritualidad para no descartar una vida sin un sentido sutil como el que nos proponen las culturas más espirituales.

Sentirnos los hermanos mayores de la tierra exige una madurez que no puede basarse en el dinero, el poder o la posición social. Necesitamos una madurez real que nos permita, como sociedad, reenfocar el objetivo de nuestro esfuerzo vital, cuidando realmente de nuestros ancianos sin perjuicio de prolongar la vida y su calidad tanto como nuestra tecnología nos lo permita. Una sociedad consciente de la importancia de una educación abierta y analizada constantemente sin fines dogmáticos sino la esperanza de un pensamiento libre y equilibrado. Es ahora más que nunca cuando debemos transmitir los valores que hacen que no seamos simples bestias que se levantaron del barro para arrasar todo lo que tienen a su alrededor, incluyendo estos extremos los límites del universo y las recónditas oscuridades de la materia.

No podemos dejar que el ritmo que esta tecnología imprime a nuestra sociedad altere el ritmo natural al que debe avanzar nuestra transformación natural y nuestros valores humanos y trascendentes. La tecnología no es el fin, es un medio que debe ayudarnos a posicionar nuestra conciencia en lo más alto de su potencial. Para ello debemos ir progresivamente volcando el esfuerzo físico laboral en máquinas que nos permitan dedicarnos al cultivo de la vida, al desarrollo del amor y la voluntad espiritual de trascender sin descartar nada de lo que somos ni nada de lo que fuimos, de todo ello dependerá en definitiva lo que seremos.

Ayudemos a Toñi

Algunos conoceréis a Toñi, otros no… Es una chica de 38 años de la escuela de Shaolín de San Pedro de Alcántara, practicante de Taijiquan, que desde hace 12 años está en diálisis por una enfermedad denominada Lupus Eritematoso Sistémico (LES). Es una persona luchadora, defensora a ultranza de los animales, amable en todos los sentidos, que destila amor por todos sus poros e intenta ayudar siempre a todo el necesitado.

 La hemodiálisis la ha mantenido siempre dependiente de una máquina, con lo que su calidad de vida es bastante deficitaria, pero aun así ha seguido adelante, luchando día a día contra esa situación.

Pero ahora es ella la que necesita ayuda urgente. Su enfermedad se ha agravado y la única solución es un trasplante de riñón; trasplante que lleva esperando ya 12 años y no llega. El tiempo se agota y la única solución factible por ahora es la donación o trasplante de un riñón de una persona viva.

De ahí que queramos difundir su caso, para ver si entre todos lo hacemos llegar a cuantas más personas mejor y surge alguien que sea solidario en este extremo y pueda y quiera donarle un riñón.

Lo avanzado de la medicina de trasplantes hoy en día hace que esta solución no sea un problema para el donante y si le salve la vida al trasplantado. Basta que sea una persona sana y adulta.

Cualquier información adicional que necesites, no dudes en dirigirte a Pedro Estevez, o al coordinador de trasplantes del Hospital Carlos Haya de Málaga, donde recibirás toda la información necesaria para este proceso.

Seamos solidarios y ayudemos a difundir este mensaje.

Belleza y estética en el Taijiquan

Belleza y estética en el Taijiquan

El detalle de la estética suele pasar desapercibido en el análisis de cualquier sistema marcial cuando nos dedicamos a valorar su efectividad. Pensamos, y no sin cierta lógica, que el componente estético tiene aparentemente poco que ver con la efectividad del arte en su aplicabilidad marcial o en el desarrollo de una estructura corporal para la lucha.

Nuestra sociedad no sólo es la sociedad de la imagen, es la sociedad de la imagen bella y, sobre todo, es la sociedad de la imagen bella por encima de cualquier vínculo con la realidad del objeto, ser o suceso representado. La estética nos atrae y todo aquello carente de ella parece tener que  argumentar sobremanera el sentido de su propia existencia o de cualquier interés en su dirección.

 Sin entrar en valoraciones peyorativas de nuestro contexto social, esta afirmación resulta muy remarcable en lo que a este artículo interesa. Época y elemento no deberían dividirse cuando queremos analizar el fenómeno que afecta a dicho elemento, puesto que los fenómenos y sus observaciones se corresponden a un momento en el tiempo y a unas condiciones específicas de influencia.

Cuando hablamos del Wushu deportivo, lo primero que se nos viene a la cabeza son acrobacias de gran espectacularidad, gestos impactantes y vestuarios que podrían competir con el habitual atrezo propio de grandes espectáculos como el cine o el teatro. Muchos elementos se han afincado con carácter propio en esta modalidad ya que el valor deportivo que se le ha decidido otorgar a la configuración estética del ejercicio tiene un peso específico en la valoración global que decanta el medallero. Esta relación del arte marcial con la estética como característica es incuestionable y, en gran medida, proporciona al arte interesantes líneas de difusión y atracción del público aficionado.

Con todo, los estilos tradicionales, a lo largo de su historia, no sólo evolucionaron en términos de efectividad. Su propia estética avanzó en la medida que la ejecución de sus rutinas traspasaba el velo sutil que divide lo artesanal de lo artístico, algo que afecta profundamente al individuo que representa el arte en cuestión.

Para los amantes de las artes marciales es difícil descartar la belleza implícita en cualquier estilo tradicional reconocido. Resulta difícil comprender qué necesidad de adornos tendría el ya de por sí hermoso desarrollo de una forma de  Kung Fu llena de expresividad y de armonía en su ejecución. Para el neófito,  es posible que esta hermosura quede solapada por la ausencia de elementos de virtuosismo acrobático que, en muchos casos, no tienen nada que ver con la realidad del combate ni con el arte marcial que lo integra.

Este debate, tan mantenido en el tiempo, resulta injusto porque enfrenta dos afirmaciones de partida equivocadas: por un lado sentencia que los sistemas marciales más estéticos son los menos efectivos, por otro, que a los menos estéticos se les supone una mayor operatividad para el combate. Igualmente, en ambos casos queda al margen por completo un factor imprescindible de incluir en la ecuación final: «el artista».

No hablamos de rudimentos marciales, no tratamos de referirnos a nuestras artes como procedimientos para el combate o utilidades marciales, nos referimos a ellas como artes y el arte y la belleza son sinónimos en contexto y definición.

Nos referimos al arte y estamos hablando de representación. Representamos en imágenes, en palabras, en formas, en movimientos, todo aquello que llega a nuestro escenario interior para darle salida impregnado de nuestra propia visión particular.

El artista actúa como un representador catalítico de la realidad a través del compendio de experiencias que lo configuran como Ser. Aborda la labor creativa en un proceso de representación en el que todo su cuerpo debe ejecutar esa representación particular que su mente ha dibujado, lo hace con los elementos que la experiencia vital y su propia intención le facilitan. Para ello, cuerpo, mente y espíritu deben funcionar en una misma frecuencia de producción y percepción que alinee sus intenciones más profundas y con el orden que el estilo al que se ciñe le dicta.

El arte no puede desmarcarse de la belleza porque lo uno y lo otro son polos de un mismo proceso de nomenclatura y realidad. No hay arte real sin la belleza implícita en lo creado desde el alma, y no hay belleza sin la intervención del alma profunda del ser en la producción o en la observación de lo producido.

Tras cada movimiento existe una historia compleja que implica lo más profundo del artista en su ejecución. Su intervención personal en un ejercicio definido hace cientos de años le exige una responsabilidad de justicia respecto a lo representado. No sólo se ejecuta una técnica, se reedita en un contexto y generación muy diferentes a través de un espíritu distinto al del creador. El artista intenta llegar a conocer ese espíritu a través del movimiento, de la observación en la evolución de su capacidad interpretativa, del registro de sensaciones y experiencias, así como las modificaciones que va aplicando a medida que su entendimiento sobre el arte crece.

Cada forma, cada técnica, cada momento del entrenamiento dedicado a esta aproximación es un momento casi sagrado en el que espíritus del pasado y del presente intentan tocarse y comunicarse por medio de un gesto, una respiración, un estado del alma en sincronicidad con todo lo que la ha llevado a ese momento.

La estética real de las artes marciales fluye por canales internos que no siempre son apreciables desde fuera pero su destello, su sutil emanación, puede percibirse por nuestra propia empatía con el estado espiritual del artista. En las artes marciales la experiencia es el único factor real al que podemos aferrarnos para ver, oír y palpar elementos que escapan a nuestros cinco sentidos. No podemos quedarnos en las gradas y opinar con la cabeza llena de ideas que nos impiden cualquier comunicación profunda con el arte que percibimos. Estamos ante algo vivo, algo que fluye en el tiempo y en el espacio y que no se detiene para ser analizado. En el momento en que lo hacemos desvirtuamos el continuo espacio tiempo que le afecta y que genera en nosotros cualquier capacidad de experimentar la verdadera realidad del arte, una realidad ligada indiscutiblemente a la estética.  El factor estético es un vínculo comunicativo de la obra. Sin la atracción de la belleza, la singularidad de lo observado corre el riesgo de difuminarse en el instante repleto de estímulos que lo rodea.

Cuando ejecutamos un movimiento de Taijiquan, por ejemplo, en el interior de nuestra estructura están funcionando todas nuestras células en un mismo orden, con gran precisión y con una intención demarcada por las propuestas del sistema y de nuestra propia capacidad para interpretarlo. Estamos ante una composición dinámica en la que las notas musicales son versos de nuestros desplazamientos enlazados entre las rimas que afectan a nuestra respiración y nuestro pulso. Escribimos en el movimiento versos dinámicos en los que los hombros armonizan con las caderas, los codos  con las rodillas y las muñecas con los tobillos. En esa composición observamos el reflejo y eco de las comunicaciones armónicas entre esas partes del cuerpo. Nuestro ser es testigo de esa interacción llena de inercias y de impulsos que nos llevan y nos traen a un entorno espiral de nuestra propia intención. Nuestra genética y nuestro movimiento se unen en un baile circular ascendente en el que los códigos que nos definen son, en ese instante, tan sutiles como nuestro aliento o la ausencia de pensamiento que caracteriza la vacuidad del movimiento. Esta acción no tiene reproducción exacta posible, es personal, intransferible en términos técnicos. El volumen de información que se está manejando y la forma en la que estas conexiones se producen sólo pueden tener una vía inicial de comprensión para el que lo observa.

Lo bello que puede resultarnos, lo que nos atrae a la observación, radica en su similitud representativa de las fuerzas de la naturaleza, las que nos mueven, nos crean y nos destruyen. Esta estética en el movimiento ocurre gracias a un enorme proceso de evolución interior que demanda de nosotros un desprendimiento de los lastres formados interiormente. Para fluir como el mar, elevarnos como el fuego, ser sólidos como rocas o sutiles como el viento, necesitamos encontrar esas esencias en nuestras bases arquetípicas más profundas. Su morada no es otra que la belleza vinculada directamente a lo que llamamos inspiración. Quizá la belleza como tal no es más que un estado del alma que se activa cuando una parte de nosotros comprende lo que ve como parte de lo que esencialmente somos.

La duda y el bien

La duda y el bien

A veces meditamos de forma sincera sobre el rumbo de nuestras vidas. Estas meditaciones crean semillas que se instalan en los rellanos de lo que llamamos destino para fijar el rumbo que indirectamente hemos decidido.

Como compañeros de ese viaje tenemos constante a la duda. La duda revestida del sentido sobre el acierto de nuestra decisión, el acierto de nuestra ruta, el acierto del momento de fijarla o de lo que nos llevamos con nosotros por ese derrotero.

La duda se enquista en nuestro pensamiento e intenta robar el espacio a la determinación que nos llevó a dar ese primer paso. Todo forma parte de nuestra particular decisión. Como si de una balanza sutil se tratara, nuestra mente articula constante el equilibrio entre la decisión tomada y la duda que merma el peso de dicha decisión, quizá sin más motivo que llevarnos al desastre de la inactividad o la desidia.

¿Qué elementos dan fuerza a nuestras decisiones?, ¿qué puede hacer que el poder de la duda se disipe y no tengamos que consumir nuestra energía más profunda en ese interno y eterno debate lleno  de angustia? La firmeza de un espíritu claro, de una naturaleza realmente definida nos ahorra el tormento de intentar aclarar por qué, cómo, cuándo, o dónde deberíamos cambiar algo.

Purificar nuestro corazón y nuestro pensamiento nos puede llevar al camino de la calma. Al caminar descalzo pero feliz por la ruta que hemos escogido de las infinitas combinaciones que se presentan ante nosotros. No discutimos la causa de nuestra decisión, necesitamos confrontarla con nuestra naturaleza real, con la convicción de lo que somos y de cuál es nuestra misión como personas dentro de este marco.

Definir nuestra naturaleza resulta muy complejo con tanto ruido intentando insertarnos ideas que desvirtúan lo que realmente somos. Los personajes se aparecen y tiran de arquetipos dormidos en nuestra esencia por generaciones, por propia evolución de nuestra propia simbología existencial, pero que son resucitados para generar un individuo, alguien que toma partido por los intereses de otras ideas de orden mayor, a veces en cabezas de algún individuo o fruto de un análisis de varias tendencias que no respetan la pureza individual de nuestro espíritu natural.

¿Es un delito para el alma que nos instruyan en una dirección determinada? ¿Hay que marcar un patrón o dejar de hacerlo? Desde nuestra infancia somos instruidos pero también influidos, palabras que deberían ser antagónicas en el proceso de formación integral de la persona.

La instrucción como método de hacer aflorar la naturaleza profunda con un estímulo para el desarrollo de sus potenciales fundamentales. La influencia ideológica debería descartarse progresivamente en la evolución del ser humano ya que en ella viaja la idea por encima del ser. En esa influencia coexiste el interés particular y grupal sobre el individuo objetivo.

Desmarcarse de esa corriente resulta casi imposible porque la trama social se ha tejido con esta materia. Los hilos que nos conectan no van ya de corazón a corazón, ahora viajan de mente a mente surcando un océano de imágenes que, en otras circunstancias, nunca abrían abierto la caja de pandora de nuestra naturaleza primitiva, esa que nos lleva a la matanza, a la supervivencia y al terror.

Seguimos convencidos que la guerra es innata al ser humano, que tras cada juguete que le damos a un niño  hay un arma esperando el juego de la guerra que tanto nos inculcaron desde la televisión o desde el cine.

Guerra interior y exterior para comprender un espíritu de vacaciones en la materia, un ser manifestado que pronto dejará de estar presente, como si la vida no fuese más que un parque de atracciones en el que el espíritu es capaz de presenciar todo lo horrible e injustificado durante un periodo limitado de lo que llamamos tiempo.

Decidimos y nuestras decisiones crean nuevas ideas, sucesos, palabras, sentimientos. Todo paso que damos genera una dirección. Toda duda que albergamos limita cada uno de nuestros pasos convirtiendo cada obstáculo en una confirmación de nuestro error fundamental.

Descubramos nuestra naturaleza a través del bien, la necesidad profunda de ayudarnos, de prestarnos el apoyo vital que toda persona necesita. Ese bien que antagoniza con un mal aceptado, un mal fomentado y difundido entre imágenes entrañables que evocan nuestra más perversa naturaleza justificando nuestros más perversos actos.

El bien es la píldora que confiere a nuestro espíritu la fuerza y la convicción de que hemos obrado y decidido correctamente. Cuando nuestros actos, nuestro pensamiento, nuestras ideas, nuestra voluntad en su conjunto, se ciñen a este patrón tan sencillo de pronunciar y tan difícil de ecualizar en el sonoro eco que le corresponde, la dirección se fija en orden ascendente.

El bien es sencillo. Nos lo venden como complejo, como insustancial, como fruto de una mentira que han intentado insertarnos en el cerebro. Dudas tales como si el hombre es bueno por naturaleza o no, si se hace bueno o no, no tienen sentido real si analizamos las consecuencias. El bien no admite discusión, es la decisión definitiva, la que guía nuestros pasos temporales por un único camino que, como todos los demás, tiene sus complicaciones y sus obstáculos. Sólo la fe en su realidad nos lleva a poder mantenerlo como eje de la consecución de nuestra naturaleza. El bien no es una idea, es una decisión, una actitud frente a lo efímero de nuestro camino.

Su recompensa escapa realmente a una idea de vida después de la muerte. No hacemos el bien para transcender a un paraíso, hacemos el bien para vivir el paraíso terrenal de una existencia con sentido, coherente, llena de efectos positivos.

El bien no puede habitar en el interés exclusivamente personal. Somos conscientes de a dónde nos lleva la competencia como actitud social de evolución. Nos lleva a perdernos en una peregrinación solitaria llena de emociones nefastas para nuestra felicidad. No estamos ante una timorata negación de nuestro potencial hacia el mal. Somos conscientes de que la energía de nuestras ideas y de nuestra acción puede dibujar rutas alternas entre ambas polaridades. Sin embargo, la valentía de decidirse por una descartando por completo todo aquello que alimenta a la otra no es realmente un desequilibrio, es una decisión crucial en un terreno que requiere un avance. El avance no puede ocurrir cuando las fuerzas de empuje son antagónicas, unas deben vaciarse y otras deben llenarse.

Quizá si comprendemos que el lleno y vacio profundo de nuestra alma, este espacio de determinación que nos lleva a cumplir nuestro destino, se compone de un flujo direccional y comprometido, podamos desterrar la duda como acción principal de nuestra mente.

Quizá si la desterramos realmente, podamos iniciar el camino de afianzar nuestra naturaleza e impregnarla de la determinación de actuar en la línea de un bien que no necesita definición, un bien que contrasta directamente con todo aquello que lo contradice, un bien por encima del tiempo y del espacio, contenido en la propia estructura de la naturaleza que decidimos ser.

Trascendiendo las formas

Trascendiendo las formas

 

La organización de la información es una constante que nos permite, en general, elaborar una coherencia en la evolución de nuestras creaciones como seres humanos. Desde la rueda al coche, hemos atravesado el espacio y el tiempo de las ideas enlazándolas continuamente en el  protocolo de evolución oportuno que ha permitido que los vehículos sean una realidad contemporánea.

La forma en la que esta información viaja en el tiempo ha sido común en casi todas las culturas. Desde la tradición oral a la escrita, los cúmulos de conocimiento han fluido con el acontecer del ser humano, aportando lo necesario y modificando su trayectoria, una y otra vez, en un orden de eficacia y de sentido.

Las estructuras de este conocimiento técnico o histórico, humano en su conjunto, han sido debidamente cartografiadas por historiadores, los cuales han sabido descifrar su cronología adaptando los pormenores desconocidos, los de relativa importancia, a las hipótesis más oportunas para el contexto de lo que denominamos conocimiento adquirido.

Aceptamos estas hipótesis para poder encajar el conocimiento en un paquete de fácil transmisión y de oportuna organización en el conjunto del saber. Estos procesos de transferencia de la información, ligados a nuestro modelo de memoria individual, hacen de la historia y de la transmisión del conocimiento, un ente vivo que fluye y evoluciona en paralelo a nuestra capacidad de almacenamiento personal o social.

Estamos en la época de los ordenadores y presenciamos, por primera vez en la historia, un fenómeno de gran magnitud nunca antes acaecido. Hemos alcanzado la mínima expresión de empaquetamiento informativo llegando a la unidad de información si/no propia de los sistemas digitales. Prácticamente todo el conocimiento que ha llegado al siglo XXI desde los albores de la humanidad se encuentra enlazado en un cordaje temporal y humano que ha desembocado en una filosofía del almacenamiento y el acceso a dicha información compuesta de estos dos elementos de interacción. Hemos llegado al máximo reduccionismo para abarcar el mayor volumen imaginable de datos de una forma organizada y accesible. Eso nos confiere la posibilidad de relajar en gran medida nuestra necesidad personal de memoria para volcarla en instrumentos tecnológicos de enormes capacidades.

Esta era digital estructurada en un plano concreto se está viendo obligada a evolucionar a un contexto multidimensional que tenga la capacidad de establecer relaciones de gran precisión entre elementos de contextos aparentemente desvinculados. La forma en la que ocurren estos procesos de interacción informativa está directamente vinculada a las matemáticas como formato o patrón germinal que da coherencia lógica a la información y a su acceso, siempre en términos de utilidad o de sentido para el modelo humano de conocimiento.

Sin embargo, una ligera reflexión sobre el volumen que estamos manejando nos invitará a pensar en cómo el ser humano va a adaptarse a esta magnitud. El tiempo transcurre, las sociedades crecen exponencialmente en términos demográficos y los eventos aumentan a una escala difícilmente asimilable por la memoria normal de un ser humano. Cada vez debemos recordar más eventos, más interacciones y, a su vez, establecer nuevos marcos de referencia para el acceso útil a dicha información en el momento oportuno.

Desconocemos la capacidad de nuestra maquinaria biológica para el almacenamiento de la información. Sucesos aparentemente sin importancia quedan reflejados en nuestra memoria de una forma permanente, mientras que podemos llegar a olvidar un momento de gran trascendencia para nuestra existencia. Esta reflexión puede hacer que nos planteemos cuestiones tales como: ¿qué determina nuestro estímulo para fijar contenidos en nuestra memoria y disponer de ellos con la prontitud que una situación particular nos requiera?, ¿cuál es nuestra capacidad de almacenamiento?, ¿necesitamos todo lo que pretendemos memorizar?

Cuando nos planteamos estas cuestiones desde el plano de la educación y del aprendizaje las respuestas posibles deben ajustarse, como decíamos al principio del artículo, a la coherencia contextual que nos afecte y, sobre todo, a la utilidad de dicha información para el desarrollo de nuestro proyecto personal evolutivo. Según los más modernos estudios científicos, nuestra memoria es estimulable y de una capacidad que no podemos llegar a imaginar. La forma en que almacenamos la información está directamente vinculada a nuestras experiencias y nuestro patrón relacional de la información, vinculado directamente al lenguaje y a la imagen residual de la idea contenida en él.

La tradición oral está ligada directamente a este lenguaje, aunque su modelo de fijación memorística está impregnado de imágenes, expresiones, tonos e intenciones difícilmente imaginables en un modelo escrito. La estructura gramatical de la lengua determina una forma de partida de organizar la información y de relacionarla en una simbología a veces inapropiada para los elementos que se intentan contener en ella.

Algunos pueblos celtas mantenían la tradición oral justificada en la capacidad del hombre para olvidar todo el conocimiento transferido de forma gráfica. En el ámbito de las artes marciales tradicionales, este elemento de tradición oral permitía mantener en una línea secreta diferentes elementos del conocimiento del estilo en cuestión y exigía al alumno realizar el esfuerzo de necesidad por mantener vivo el conocimiento que le era transmitido a veces en una única ocasión.

La teoría y la práctica iban de la mano en un único paquete gestual y verbal que, a veces, era apoyado exclusivamente con una mirada del maestro sobre el discípulo. El lenguaje de las artes marciales es simbólico, gráfico, dinámico, psicomotriz, anímico, intuitivo, contextual, ocasional, espiritual, práctico y, sobre todo, personal y transferible.

Las formas que conocemos como Taolu en las artes marciales chinas, son un modelo de transmisión de la información en un contexto multidimensional de una complejidad que aún no somos capaces de vislumbrar.

Cuando memorizamos una forma, cuando obtenemos los patrones estructurales del movimiento y experimentamos las inercias de nuestro cuerpo en su ejecución, la fluctuación de nuestro pensamiento en medio de la abstracción propia de la práctica, somos testigos de esta transmisión sin palabras que toca de lleno el plano energético sutil del individuo y, por ende, su propia espiritualidad.

El modelo de transmisión del arte se articuló en un paquete piramidal lleno de sentido y de oscuridad, de estímulos y de referencias, de coherencia con una idea germinal manteniendo una fluctuación matemática pero con la capacidad de generar en el practicante modelos de expresión inmediata vinculada a la idea del estilo en el contexto de la lucha.

Hablamos de lucha y podemos referirnos al conflicto individual con otra persona o a una forma de entender el camino social que se muestra ante un artista marcial del siglo XXI. En las formas está contenido todo el conocimiento que los antiguos maestros nos quisieron transmitir, sin palabras, sin almacenamientos estancos que consumieran nuestra energía mental para su mantenimiento y  que requiriesen de enormes fórmulas lógicas referenciales para poder acceder a la información que necesitamos. Su modelo híper avanzado de transmisión contemplaba la necesidad del conocimiento como la necesidad de vivir. La teoría de los estilos fluye en cada uno de los gestos propios del estilo, en cada forma de respirar, en cada modelo de recepción, interceptación o golpeo. La alternancia de calma y tormenta, control sobre nuestro eje en cada circunstancia adaptando su estructura a las inclemencias del momento, hacen de este modelo de varias dimensiones un elemento fundamental para que la información ancestral fluya en el tiempo dibujada en el movimiento de los cuerpos de los miles de practicantes que han tomado el testigo de la práctica.

Pero esta maravilla conceptual, esta pirámide intemporal fijada a la actividad humana para su viaje por el tiempo, tiene también un objetivo y no es la información en sí misma, el objetivo de utilidad de dicha información, su utilización y la dinamización personal de su uso por medio de otros elementos de orden sutil, son los pilares que fundamentan la utilidad de esta forma de transmitir.

Fijar toneladas de información en nuestra mente puede no ser la mejor forma de establecer reacciones oportunas en las que el tiempo y el espacio no son una opción. La memorización de nombres, fechas, biografías, eventos, no tiene ningún sentido en el momento determinante de la acción, el gesto debe tomar absolutamente las riendas como elemento conductor de los factores espirituales implicados en el conflicto.

Nuestras emociones, nuestros reflejos organizados en unidades efectivas de reacción, las magnitudes de nuestras respuestas y la organización constante de nuestro eje de equilibrio, requiere que todo el trabajo de las formas y del entrenamiento en la escuela, fluya como el agua en el cauce de un rio, sin salirse de lo oportuno, chocando y absorbiendo lo  necesario, dejando pasar lo imparable, menoscabando lentamente los elementos más finos del contexto, filtrándose en los espacios vacíos para llenarlos y expandirlos hasta sus máximas consecuencias.

La forma, como eslabón de la cadena del conocimiento marcial, debe ser trascendida y entendida en su sentido ascendente para poder llegar a los mensajes sutiles contenidos en ella, mensajes que están vinculados a la esencia del ser humano y que por eso no necesitan un lenguaje adicional. Los símbolos del gesto sobre el papel de nuestras células producirán la respuesta inmediata fruto de este volumen de conocimiento escondido en estos dos elementos. Estos símbolos se crearon acorde a nuestros diferentes planos, teniendo en cuenta las relaciones interdimensionales que se establecen entre cuerpo, mente, energía y espíritu, conscientes de que todas son una misma esencia contenida en el ser individual que interpretamos como persona.

Cuentos chinos

Cuentos chinos

Vivimos en la época de lo científico. Todo aquello que no entra dentro del esquema de análisis científico carece aparentemente de rigor y, por lo tanto, de credibilidad.

En el espacio histórico de las artes marciales chinas, nos encontramos con algunos acontecimientos de difícil explicación científica. Los sutiles elementos de percepción extrasensorial que se describen en sus historias se atribuyen, en innumerables ocasiones, a falsas interpretaciones de sucesos transmitidos en el tiempo por una tradición oral o escrita poco digna de credibilidad.

La tradición china cuenta con un dilatado historial de acontecimientos novelizados que transfiguran o presentan una realidad no siempre coherente. La idea de la existencia de inmortales o personajes que pueden volar o mutar en seres de características especiales nos resulta, hoy en día, más propia de un cómic o de una película de fantasía o ciencia ficción que de un aspecto real de la historia de las artes marciales.

Sin embargo, parte de todos estos cuentos chinos o de estas historias transmitidas oralmente de generación en generación, no buscan una descripción exacta de los acontecimientos que describen. La mayoría de ellas, al igual que ocurre con nuestras habituales fábulas, revisten un simbolismo imprescindible como acercamiento a niveles de información muy sutiles que deben abordarse desde el plano de interpretación burdo en el que nos encontramos.

Este simbolismo actúa a veces como un catalizador de ideas muy profundas cuya emergencia consciente no se produce en condiciones rutinarias desmarcadas de la comunicación con la naturaleza. Es muy probable que la falta de ciencia estructurada en la antigüedad hubiese propiciado una  situación en la que los elementos sutiles que nos conectan con fuerzas imperceptibles a simple vista, no fuesen directamente descartados.

Bien es cierto que en este contexto caben todo tipo de engañabobos y farsantes que se aprovechan al máximo de la ingenuidad de sus acólitos y les extraen la vida, las ideas y el dinero para satisfacer egos y cuentas bancarias. Este tipo de personajes incrementan el descrédito de cualquier elemento fuera de ciencia y fomentan un racionalismo unilateral sesgado en su capacidad real de percibir el espectro completo de nuestro ser.

Esta fractura entre ciencia y tradición ha generado un estado distorsionado de las cosas que nos afectan hasta tal punto que estamos empezando a descartar cualquier elemento cultural que no esté de alguna forma ligado al entorno científico que lo certifique. Las denominadas materias de humanidades están en declive frente a los nuevos espacios formativos relacionados con la tecnología o el ámbito social inmediato.

El materialismo científico ha ocupado por completo cualquier posible realidad racional o irracional que nos intentemos imaginar y, por lo tanto, condicionando progresivamente nuestra capacidad de imaginar nuestro propio interior más allá de la visión transmitida por un microscopio o una resonancia magnética nuclear. Nuestro ser es un ente indiscutiblemente fragmentado en el que cualquier experiencia extrasensorial  se ha convertido en una alucinación o patología psicológica registrada en manuales médicos.

Sin embargo, es precisamente esta tendencia a la búsqueda científica de respuestas la que nos está llevando al cero absoluto del mundo subatómico, un mundo en el que nada es lo que parece y en el que las leyes que rigen nuestra concepción lógica del universo se desmontan por completo al presentarse ante nosotros como un enorme vacío en vibración. Nuestra mente en su búsqueda racional del origen del ser se encuentra con un vacío que subyace a cualquier estado de materia ordinaria y que aparece y desaparece acorde a una voluntad desconocida.

Quizá esta tendencia a meterse ahora en terrenos ilógicos  requiera que nuestros científicos vuelvan un poco la mirada hacia las antiguas tradiciones simbólicas. A partir de ahí quizá obtengan todo aquello que tenían de bueno para hacernos entender esta realidad oculta indescriptible en los parámetros lógicos y matemáticos de nuestra mente. Lo que somos es mucho más de lo que vemos; lo que podemos llegar a ser no tiene límites ni fronteras si no descartamos la evolución interior del ser humano. Este proceso debe evolucionar tanto en su yang expansivo que quiere conocer su entorno, como en su yin contractivo que invierte la dirección de la luz en un bucle que genera finalmente la experiencia existencial. Nuestra naturaleza, nuestra espiritualidad, nuestro amor real y definitivo, nos exige  detener esta carrera hacia el vacío para encontrar las notas musicales del baile de la vida.

Tenemos que aprender a disminuir el ritmo de nuestro proceso mental, redirigirlo a nuestro interior meditativo sin más reflexión que la escucha de ese ritmo interno, sin más precisión que la de dejarnos arrastrar por la corriente interior que nos lleva a nuestro destino. Necesitamos creer que existe la posibilidad de que encontremos una píldora de la inmortalidad espiritual en lo más profundo de nuestra capacidad de amar sin condiciones, y de esparcir ese sentimiento como eje fundamental de nuestra propia evolución. Quizá con ello logremos que los frutos sutiles que se reflejen sobre nosotros transformen el plomo en oro y aligeren nuestros espíritus celestes para que podamos crecer en la dirección de la luz, la única dirección posible de todo lo vivo.

El combate real y la anticipación. Del caos al orden.

El combate real y la anticipación. Del caos al orden.

El orden de las acciones difiere en la medida que las distancias a la que dos contendientes se encuentran. La distancia determina de forma contundente el tipo de técnicas que deberían surgir en cada instante de la acción combativa. Sin embargo, es muy probable que en virtud al estado propio de este tipo de acontecimientos, el orden de acción aparezca en un importante grado de desorientación.  Realmente esto no reviste una gran importancia si nos encontramos en las primeras etapas de iniciación a las artes marciales y en un entorno no lesivo. Es completamente lógico que el orden de acción acorde a la distancia no esté debidamente fijado y, por lo tanto, la emergencia de las respuestas o contramedidas pueda ocurrir de forma catastrófica.

Sin embargo, cuando nos referimos a una acción real de combate, a un momento determinado en el que nuestra integridad física corre un verdadero peligro o en el que corremos el riesgo de perder la vida, estos tiempos y reacciones deberían surgir en un orden muy preciso para poder salir ilesos de la situación. Este tipo de situaciones no suelen darse en la zona de entrenamiento. Siempre guardamos un punto de referencia de seguridad para no traspasar aquello que nos sitúa precisamente en un territorio de alto riesgo.

Cuando vemos combates de artes marciales en los que se han eliminado un importante volumen de reglas, nos parece estar viendo una situación más cercana a la realidad de la lucha verdadera. Sin embargo, pese al déficit normativo en este tipo de pruebas, seguimos encontrándonos en un entorno en el que la realidad se encuentra desubicada.

¿Cómo podemos definir realmente el combate definitivo? ¿Es posible garantizar un resultado positivo atendiendo a un nivel técnico y de preparación para un momento tan lleno de imprevistos?

 En el instante de la lucha real aparecen un gran número de factores interviniendo en este evento, algunos involuntarios, otros muy perfilados, otros imprevistos, pero todos ocurren en un orden que no siempre resulta óptimo para poder insertar los elementos propios de la preparación del artista marcial.

Algunos maestros recalcan la importancia del espíritu como factor determinante en cualquier posibilidad de éxito pugilístico real. Otros hablan de la necesidad de tener una gran capacidad de anticipación para la aplicación de las técnicas, otros hacen hincapié en lo fundamental que resulta una gran velocidad para anular las reacciones intermedias de defensa y contraataque del contrario.

Toda esta teoría de la lucha, todo el arsenal técnico de cientos y cientos de sistemas de combate se encuentran siempre en desventaja ante un evento indirecto inesperado. Nuestro ángulo de visión, nuestra percepción de movimiento, nuestra sensibilidad, pueden ayudarnos a aproximarnos al espacio de oportunidad efectiva, pero el estado emocional emergente en ese instante puede transformar años de entrenamiento en un gran descalabro.

Entrenamos decenas de años para un supuesto de acciones que quizá no ocurran nunca sabiendo que es posible que, si algún día ocurriesen, podríamos estar girados, distraídos o bajos de ánimo para afrontar el suceso con garantías. La sensación de haber desaprovechado miles de horas vitales para nada puede cercarnos y desalentarnos para continuar con nuestro entrenamiento.

Sin embargo, al entrenar la técnica entrenamos algo más. Entrenamos los rudimentos necesarios para un combate mucho más duro, el combate de la existencia ordinaria. Este combate ocurre a un ritmo constante, latente, perenne desde nuestros primeros años hasta el final de nuestra vida. En él, el orden de los acontecimientos también puede ser inesperado, pero podemos fijar a través de nuestro entrenamiento, una actitud de vigilancia y alerta previa, quizá la técnica más difícil de comprender.

El espíritu combativo debe ser forjado, alimentado, pulido y mantenido activo constantemente sin que interfiera en nuestra capacidad interactiva pacífica con el resto de las personas. Estar siempre alerta, estar siempre dispuesto para luchar, puede parecer un anacronismo propio de la edad media. Sin embargo, dado el carácter imprevisible del conflicto, este elemento debe figurar el primero en nuestra lista ordenada de prioridades para enfocar nuestra vía marcial y nuestro entrenamiento en y para la vida.

El ser humano se ha relajado en su condición animal hasta un punto que hemos denominado estado del bienestar. No esperamos realmente sucesos dañinos ya que la sociedad legislada y ordenada no deja, aparentemente, espacio para estos imprevistos. Cuando vemos un programa sobre animales salvajes, nos sorprende ver su estado de alerta constante, incluso en lo que parece ser un momento familiar relajado. De ello dependen sus vidas.

Este punto de nuestra condición lo hemos olvidado, hemos olvidado la relativa fragilidad de nuestro equilibrio vital ante determinados posibles acontecimientos. Lo vivimos en diferido en películas, videojuegos o combates deportivos, sin embargo, la vida requiere un estado de alerta relajado constante. Precisa que no dejemos de observar el espacio que nos rodea, los riesgos que pueden acecharnos o los acontecimientos que se desencadenan cerca de nosotros.

Por desgracia, nuestro mundo está inmerso en un constante flujo de violencias que afectan a diferentes sectores de nuestro ámbito existencial. Es por ello que de cara al combate, el primer elemento que no debemos olvidar y que debemos integrar en nuestro entrenamiento diario es el de no descartar la posibilidad del conflicto, porque es real y acecha en muchos más lugares de los que podemos imaginar. Aceptando esta posibilidad podemos desarrollar una capacidad constante de alerta tranquila que nos permita analizar el contexto y situaciones en las que nos movemos habitualmente. Si aceptamos esta posibilidad, podremos afrontar con seriedad y dedicación un entrenamiento de respuestas ordenadas óptimas para salir indemnes de este tipo de situaciones de conflicto, aplicando la técnica en el momento y distancia necesaria, con la fuerza y energía vital precisa para que su diseño original cumpla realmente su función.