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Ser un Ser humano

Ser un Ser humano

«Cuando la vida se funde en una aspiración suprema de justicia, de derecho, de honor y de verdad, hacia los cuales nos llevan los impulsos generosos de nuestra propia alma, no solo debemos resguardarnos de todo aquello que pudiera desvirtuarnos y empequeñecernos, sino que debemos transformarnos en apóstoles incorruptibles de tan nobles aspiraciones»

Hipólito Yrigoyen

 

Vivimos tiempos difíciles. Nuestras dificultades, como es lógico, no son del mismo calibre que las dificultades de aquellos que viven en países subyugados por dictadores y mafias que se pasan por el filo de lo imposible cualquier atisbo de algo que podamos llamar derechos humanos. El panorama exterior es desolador. Matanzas indiscriminadas, luchas por un poder muy focalizado en la que inocentes pierden la vida, la casa o la familia. Es realmente un escenario dramático el que nos ocupa internacionalmente, pero no es menos cierto que nosotros tenemos nuestra ración actualizada de toda esta miseria, aunque en otro nivel de gravedad.

Mirar a estos pobres que sufren todo lo que antes me he permitido el lujo de señalar, como si de ese vistazo se desprendiese un perfume sedativo que pudiera calmar, de algún modo, nuestra catastrófica visión de este presente que nos ocupa, no solo es consuelo de tontos, sino que es, ante todo, una irresponsabilidad enorme.

Hablamos del descalabro económico, de la falta de empleo, de la falta de recursos para becar a nuestros estudiantes o de la carencia de ayudas para los sectores culturales que tanto han favorecido a la esperanza evolutiva de esto que llamamos especie humana. Este descalabro económico contrasta casi a diario con noticias que nos muestran a individuos que, no solo se han lucrado en mitad de toda esta miseria social, también se han permitido el lujo de dictar recomendaciones a los que sufren haciéndoles creer que todo esto, toda esta situación maloliente, se debe a un intento injustificado de vivir por encima de sus posibilidades, como si con 600 € de los de hoy alguien pudiese vivir por encima de algo más que de la propia supervivencia.

Si ahondamos en revisar esta situación, estos personajes, este tipo de anécdotas kafkianas, podremos desojar la margarita de la realidad que nos ha llevado progresivamente hasta este punto de decadencia. Un punto en el que terroristas, ladrones, estafadores y personas sin escrúpulos se han permitido el lujo de erigirse e investirse, ellos mismos, de un halo de aristocracia lo suficientemente convincente para que los humildes que les han soportado acaben creyendo la absoluta necesidad de su presencia y su estatus.

Nuestro momento presente obedece a una vulgarización progresiva de los valores que han configurado el concepto de humanidad por encima del de una simple especie de hormigas obreras, sin ánimo de ofender a las hormigas, que viven por y para el trabajo productivo alimentando una estructura jerárquica que nunca es cuestionada. Somos una masa de trabajadores/consumidores a los que se les ha adormecido el sentido crítico a base de deporte, videojuegos, cine y televisión de la más baja calidad moral.

Hemos elevado al estatus relevante de famosos a personas de la más baja calidad moral para llegar a imaginar un tipo de sociedad que se llega a plantear si tenemos la televisión que unos pocos creen que nos merecemos.

La sociedad de galeras, la de los autónomos explotados por el estado, la de los pensionistas pagando sus fármacos, la de los hijos dejando los estudios o los desahucios; esta sociedad suburbana que nos han venido a convencer y vender como modelo que nos corresponde, no solo no es una alternativa, es un páramo yermo en el que nada de lo que hemos venido a hacer a este mundo es posible. Estamos presos de unas condiciones, vivimos por y para alimentar a individuos que se jactan de tener el derecho a estar donde están por que los demás no lo tienen.

No es esto solo una crítica a los políticos corruptos que abundan en este país, a la televisión basura, al modelo alemán de explotación progresiva, a los bancos que campean a sus anchas recibiendo nuestras ayudas mientras echan familias a la calle por no poder devolver el dinero que les prestaron o simplemente sus intereses. Se trata de un llamado a entender que hemos perdido nuestra capacidad de reacción para reclamar lo que significa humanidad. Humanidad no es dar limosnas a los que piden por la calle, no es pagar una vez al mes una cuota a una ONG, humanidad es todo lo que conlleva sentirse humanamente digno. Es vivir con coherencia hacia una elevación global del conjunto de lo que somos, una especie evolutiva que busca desarrollarse hasta las cotas más altas de su potencial.

Necesitamos despojarnos de esta lacra de la avaricia, de la deshumanización, de la injusticia, de la expansión constante. Necesitamos dar un paso al frente y reivindicar nuestro derecho a ser personas éticamente educadas, personas que no duden si devolver una cartera que se encuentren o que no se planteen si harían o no uso de una tarjeta opaca.

Debemos ser una sociedad de semejantes, de personas que basen su relación en el amor, la amistad, la colaboración, la construcción de un mundo mejor para que nuestros hijos, más dotados que nosotros, reciban el estímulo y las condiciones suficientes para seguir evolucionando el testigo genético que les corresponde.

Necesitamos enfrentarnos a esos demonios del poder, a esos asesinos de personas, a esos inhumanos traficantes de deudas que anteponen un número de una cuenta a la sonrisa de un bebé viendo a su madre en un ambiente de dignidad.

Luego nos llevamos las manos a la cabeza cuando alguien pierde el norte y comienza a hacer locuras. Una parte de esta situación es nuestra, es nuestra responsabilidad. Debemos dejar de alimentar a estas ratas inhumanas, con perdón a las ratas, para centrarnos en nuestro crecimiento real, personal, sin tonterías espiritualistas que no tengan luego una complementariedad moral como grupo, sin religiones que apoyen a estos demonios de la injusticia, a estos asesinos de niños que no merecen más infierno que el que ellos mismos son capaces de provocar para llenar su ya llenos bolsillos.

Espero que todos y cada uno de nosotros despertemos de verdad, no a una luz que no conoceremos hasta el final de nuestra vida, pero sí a la luz de la realidad que nos mantiene confundidos, aletargados o entretenidos mientras estas alimañas insufribles siguen moviendo los hilos funerarios de sus próximas víctimas.

Si hay un dios de los que dicen estos individuos, que baje y ponga orden, si no lo hay, tendremos que hacerlo nosotros de la forma que mejor podemos hacer: siendo honestos, sinceros, honrados, justos, perseverantes, incorruptibles, amables, inteligentes, cultos, desapegados, íntegros y conscientes. Transmitiendo estos valores a nuestros hijos, educando a nuestra sociedad. Si conseguimos consolidar estos valores en nuestro fuero interno, apagar la tele, abrir un libro, decir basta a lo que veamos fuera de este orden y alimentar lo verdaderamente importante, el destino estará abriéndose paso con un rayo de luz en mitad de una ciénaga de petróleo llena de malditos bastardos empeñados en roerles la vida a todos los que sean necesarios para que la suya y la de los suyos discurra sin problemas. No dejemos pasar de largo ni un instante la oportunidad de ser auténticos y enfrentarnos sin miedo a esta decrepitud moral creciente instalada en mensajes que reducen, cada vez más, lo que significa en realidad ser un ser humano.

Siguiente ciclo de crecimiento

Siguiente ciclo de crecimiento

«No tengo fe en la perfectibilidad humana. Creo que el esfuerzo humano no va a tener un efecto apreciable sobre la humanidad. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más sabio, que lo que lo era 6000 años atrás»

Edgar Allan Poe

Retomamos nuestra producción de palabras en este espacio después del descanso que esta parte del año nos dedica. Un descanso que se convierte en otra forma diferente, obligatoria e inducida de estrés, preocupación, obligaciones y prisas.

Parece que los periodos finales de ciclo no llevan aparejada la necesaria o recomendable fase de reflexión sobre lo que cubrimos en el ciclo terminado. El mismo concepto de ciclo, en su propia esencia construida, nos habla de un principio y un final que vuelve inevitablemente a reproducirse hasta el final. Esta rutina, más amplia de las que percibimos en nuestra cotidianidad, con el paso de los años, se revela y nos muestra toda su compleja y asfixiante cadencia para hacernos ver, quizá ya tarde, que seguimos remando en círculos en nuestras pequeñas vidas.

Si dedicásemos esta parte final del año terminado a hacer reflexiones, recopilar ideas, extraer conclusiones, perfilar sentidos y apuntar a otros objetivos naturales más acordes a lo que hayamos descubierto de nosotros, quizá si hiciésemos ese pequeño esfuerzo final, podríamos comenzar el siguiente ciclo en el plano de crecimiento progresivo que nos corresponde como seres pensantes, conscientes y amantes.

Las religiones, el capital, la política y el trastorno social en el que vivimos, nos llenan de contenidos innecesarios estos momentos en los que comienza el recogimiento interior que el mismo clima nos invita a visitar.

Quizá esta forma de hacer las cosas al revés debería ser modificada por nuestra parte para adaptar nuestra singularidad existencial a una propuesta que está fuera de todo mensaje mesiánico o fatalista: comprender el sentido inmediato de nuestra existencia.

Somos, estamos, hemos llegado y dejaremos de ser, de estar para salir de este plano o difuminarnos en el sentido abstracto de un universo demasiado enorme y eterno para que accedamos a comprenderlo en términos binarios. Partir de nuestra inmediatez como eje de nuestras reflexiones personales nos permite ahondar en un ahora en el que sobran una gran parte de las complicaciones adquiridas por inducción. En esa inmediatez podemos entender que parte del proceso del que formamos parte nos exige esfuerzo, nos pide trabajo, nos alienta a un tipo de descubrimiento que necesariamente va a cumplir una función de perpetuación en una consciencia final universal. Esta visión como partículas participativas de un universo expansivo, infinito e indescifrable, nos empuja a entender los dos ejes fundamentales de nuestra existencia: conocer y legar. La propia genética humana cumple estas dos funciones en sus procesos autónomos autoconstructivos. Nos reproducimos y transmitimos en esa reproducción aspectos de nuestras propias modificaciones realizadas en nuestra tarea existencial. Vivimos para modificarnos y perfilar en la medida de lo posible nuestro intelecto, nuestra comprensión, nuestra fisiología, nuestra química, nuestra sociedad y todo aquello que  tiene algo que ver con nosotros.

Estas modificaciones son los frutos de nuestra increíble capacidad de adaptación. Esta adaptación, sumada a una selección natural que irá eliminando progresivamente de la ecuación a aquellos segmentos humanos que no llegan a los mínimos adaptativos comunicables, garantiza un canal generacional de comunicación de modificaciones adaptativas obligado a tener su correspondencia en las acciones de comunicación de nuestro conocimiento global adquirido.

El crecimiento exponencial de las ciencias, la tecnología en su conjunto, así como el resultado de miles de años de investigación humana, no puede desmerecerse en un intento casi constante de involucionar para recuperar una esencia primitiva que poco o nada tiene que ver con nuestra esencia natural. No nacimos perfectos como humanos, nacemos con unas pautas modificables a lo largo de la vida y es nuestra enorme responsabilidad transmitirlas interna y externamente a nuestra descendencia. Mejorar interiormente y mejorar exteriormente el entorno en el que vivimos es el eje del equilibrio de esta transmisión. El ser humano es una parte clave de esta construcción autónoma del universo. Los motivos generales, las causas, el sentido gigante de todo esto queda muy lejos de nuestras ocupaciones particulares, las que nos corresponden como piezas conscientes de todo este flujo de partículas a través del vacío del universo.

Por este motivo, reflexionar al final de nuestros ciclos anuales, aquellos en los que el sol y las estrellas nos marcan su principio y su final, se torna fundamental para ordenar y organizar nuestra información recibida, encontrar los elementos deficitarios personales sobre los que trabajar, proyectar nuestra participación activa en nuestro radio de acción para mejorar lo que nos rodea, sin perder de vista que una parte importante de nuestro potencial transformador radica en la radiación que nuestra propia transformación tiende a emitir.

Tenemos una misión casi sagrada en la educación de nuestros hijos, la transmisión de unos valores que les permitan a ellos, a su vez, reproducir esta tarea evolutiva con garantías de perpetuar el ascenso progresivo del concepto humano al espacio de implicación universal que le corresponde. La tecnología es un fragmento más de nuestro conocimiento que debe evolucionar para apoyar esta tendencia y esta misión. Internet es una herramienta fundamental para generar este flujo de conocimiento nacida de nuestra propia evolución y progresión como especie inteligente.

Todos los mecanismos de perfeccionamiento deben progresar para que en el futuro que no veremos, aquello que hicimos para propiciarlo, genere más luz que oscuridad con la absoluta convicción de que nuestras reflexiones anuales de perfeccionamiento y nuestro propósitos futuros ha contribuido lo suficiente en todo este maravilloso baile celestial.

Mejorar nuestra alimentación, ser más ecológicos y más lógicos en el esfuerzo que ponemos para organizar nuestras vidas, vivir más acorde a lo que la naturaleza nos propone, amar antes que odiar, crecer antes que estancarnos en los «yo soy así», conocer, estudiar, comprender y transmitir, despedir a la envidia y al rencor conscientes plenamente de su inutilidad, respetar, ser justos, ayudar, participar y tolerar como medida de apoyo a los que quieren crecer y no lo saben. Pasar a un plano de participación abandonando el plano posesivo que nos lleva a materializar como productos a aquellos que pueden colaborar con nosotros en esta fantástica oportunidad de construir la consciencia absoluta. Quizá esta pequeña lista de propósitos, fruto de esta reflexión que apuntaba antes, pueda convertirse en un motor personal que llene de sentido una vida que no puede sustentarse en las esperanzas de posesión o en la proyección de la existencia a otras vidas cuya realidad no sabemos a ciencia cierta.

Súper, supra, sobra

Súper, supra, sobra

De los múltiples prefijos latinos que utilizamos en nuestra amada lengua, pocos han generado tanto desastre como el que vamos a criticar en este post.

Vivimos los tiempos del súper todo. Viajamos en trenes súper veloces hacia un futuro incierto en el que no sabemos de qué materiales serán los muros contra los que chocaremos. La evolución es incuestionable, la mejora progresiva de las cualidades mentales y físicas del ser humano parecen estar más que demostradas, si las comparamos con los hombres de hace dos mil años. Cierto es que, refiriéndonos a periodos evolutivos, dos mil años es una cantidad de tiempo ínfima en lo que concierne a transformaciones constatables. Podemos decir, creo que sin equivocarnos demasiado, que casi todo lo que hace un hombre de hoy en día, sometido al mismo contexto desde el nacimiento y con antecedentes genéticos similares, lo podría hacer de la misma forma un señor de hace dos mil quinientos años.

Desde esta perspectiva, podríamos pensar realmente que los sabios de la antigüedad, lejos de ser viejos a los que ya no deberíamos prestar mucha atención, eran personas notables que hoy en día serían tan válidas como entonces. ¿Qué es lo que cambiaría radicalmente la ecuación? Creo que sería fundamentalmente la acumulación progresiva de conocimientos que la humanidad ha ido adquiriendo con el paso del tiempo, construyendo sus pilares científicos y tecnológicos sobre un andamiaje cada vez más alto y vertical. Esta acumulación de conocimientos y la exposición temprana a un mundo constituido de esta guisa hacen que el individuo se conforme a sí mismo en base a estas circunstancias.

Esa evolución científica, estas tecnologías acelerantes de la experiencia vital del ser humano se sustentan sobre la idea de lo súper frente a lo mini. Gracias a esto tenemos un planeta súper poblado y súper contaminado que genera una miríada de súperes diferentes a los que no está mal echarles un vistazo. Hemos pasado del mercado al supermercado para poder alimentar veloz y eficazmente a la cada vez mayor masa social, perdiendo con ello el tiempo de diálogo y convivencia real con nuestros semejantes en un ambiente menos acelerado.

No sé si todo el mundo sufre de la misma forma que yo el estrés de meter rápidamente la compra en bolsas antes de que la cajera nos diga el importe de la cuenta y el siguiente consumidor nos mire amenazante y despiadado. Estas pruebas de competición son el día a día de cualquier sitio al que vayamos.

También hemos pasado del hombre al súper hombre, dicho esto con toda la malicia posible y sin aproximarnos a la idea que Nietzsche tenía al respecto. El súper hombre actual tiene que bregar con la difícil tarea de compaginar su proceso natural de individuación con el empuje de un entorno súper acelerado con intereses que se aproximan más a la supervivencia productiva de la gran masa que a la coherencia de la evolución humana, una evolución que estaría de forma natural restringida a un número menor de seres poblando lo que queda del planeta. Nos sobrealimentamos para dar sentido a la súper producción que ha roto los límites de lo necesario para adentrarse en los límites de la acumulación sin más sentido que el de seguir llenando los bolsillos de aquellos a los que les sobra de todo.

En realidad, si nos paramos un poco a reflexionar, nos daremos cuenta enseguida que nos sobran las prisas y nos sobran tantos añadidos innecesarios para convencernos de que nuestra felicidad real radica en la posesión.

Somos súper egoístas en tiempo, espacio y vida. No nos planteamos que la vida puede tener otro final menos macabro para todos los que nos rodean. Este egoísmo desproporcionado nos sitúa en una posición muy difícil de mantener a nivel adaptativo. Es cierto que vivimos y luchamos, pero la vida es algo más que lucha cuando se imponen otros valores de orden superior. Aquí lo súper sí sería admisible, aunque en este caso no acertamos a configurar una estrategia social que nos permitan sobreponernos a la mediocridad capitalista de las que somos verdaderos esclavos sin pasado, sin presente y sin futuro.

Superar esta situación, sobreponerse a ella y establecer otros modelos de convivencia, expansión y evolución deberían ser nuestras tres primeras premisas para plantearles un futuro razonable a nuestros hijos. Ellos quizá se preguntarán en un futuro cercano ¿qué hicimos para cambiar las cosas? o ¿por qué lo ensuciamos todo tanto y, sobre todo, por qué no nos limpiamos lo suficiente como para no transmitirles también nuestra suciedad interior? Una suciedad interior fruto de la incongruencia entre nuestra naturaleza real y nuestra actividad vital. Esta incoherencia repetida en el barco de la «tradición», nos ha llevado con todos los altibajos posibles a esta orilla desecada en la que estamos conviviendo y construyendo nuestro futuro.

Comemos mal, descansamos mal, trabajamos mal, amamos mal, disfrutamos mal y soñamos mal porque llenamos nuestros sueños con todos los ecos de las prisas y los juguetes que una industria insaciable nos ofrece para garantizar las escalas injustas en las que hemos troceado el pastel de lo humano.

Pero este cambio ya está en marcha, es imparable, es constante, es consciente como nunca lo ha sido precisamente y gracias a esta fiebre súper caliente y súper rápida que hemos vivido en los últimos dos siglos. Dejamos de crecer tanto, dejamos de valorar tanto lo súper moderno, lo súper rápido y lo súper dotado. Ahora no basta una gran inteligencia reflejada en un test para demostrar una sobredotación intelectual, ahora hay que poner en práctica esos conocimientos y ser capaz de dar la vuelta a una tortilla cada vez menos pesada.

El futuro está llegando siempre y nuestro espacio de acción es este presente que no para de moverse y de movernos. Renunciar a lo súper interesante a lo mejor nos permite ver que lo que creíamos insignificantemente simple, lo cotidiano, esconde en su interior algo de tal magnitud que empequeñezca todo lo externo que nos rodea. Quizá así podamos ver que toda esta súper estructura no deja de ser una mera broma temporal con la que acabamos distrayéndonos de la vida para acabar nuestros días de una forma súper tonta.

P-atentar

P-atentar

La capacidad humana para la apropiación es increíble. No solo se nos define por nuestra capacidad de adaptación sin parangón en la cadena biológica de este pobre planeta que nos acoge, sino que esta capacidad está íntimamente ligada a otra mucho menos honorable, por lo menos yo lo veo así, que es la de la apropiación.

Esta entrada no se va a dirigir hacia el tumulto político en el que nuestro país está actualmente inmerso, de eso ya estamos más que sobrados. El foco se dirige a nuestra capacidad para apropiarnos de todo aquello que nos es útil y, aquí va la parte que pretendemos criticar para superar en este post, la forma en que impedimos que otros accedan a estos bienes para que pudiesen hacer exactamente lo mismo que nosotros.

Da la impresión de que a veces no es tan importante hacer las cosas como el que otros no puedan hacerlas. Este problema, no sé si nacional o internacional, es más que evidente si raspamos un poco en la superficie de nuestras historias.

En nuestro país, la guerra por patentar lo impatentable está hiperactiva. Fruto de un evidente miedo a la emulación superior, todo aquel que descubre un conocimiento o que se encuentra después de mucho trabajar, o poco, con algo relevante que puede ser objeto de deseo, se afana lo antes posible en salvaguardar esta propiedad para impedir que otras personas accedan a ella. La competencia positiva parece un delito inoportuno.

En ese acto, nos olvidamos que la mayoría de las cosas que pasan por nuestras cabezas tienen mucho que ver con los millones de antecesores que nos precedieron en el noble acto de pensar. Todos esos maestros, todos esos científicos, todos los que a lo largo de la historia se han empeñado en transmitir lo que sabían, son una parte importante de nuestros descubrimientos actuales.

Nos sentimos enormemente sorprendidos al encontrar similitudes de pensamiento entre los filósofos presocráticos y entre algunos descubrimientos recientes de la física cuántica. Nos sorprende que algunos medicamentos que aparecen como la gran revelación estén siendo utilizados desde milenios por tribus perdidas en el mapa. Nos sorprende sobre todo que, teniendo acceso a todo este potencial de información del que disfrutamos gracias a que «otros» han diseñado y puesto en marcha esta maravilla teconológica que es internet, otras personas tengan ideas coincidentes a las nuestras, es más, ideas iguales a las nuestras.

No podemos olvidar que todos hemos mamado de la misma teta televisiva, hemos visto Erase una vez el hombre, hemos disfrutado de Carl Sagan y su magnífico Cosmos mientras que en nuestras casas, nuestros padres y madres hablaban de lo que es España y de la vida familiar. Hemos estudiado los mismos planes de estudios, politizados o no; también hemos compartido las glorias y desgracias de deportistas y de tantos y tantos que se anticiparon a nosotros en la actividad literaria, artística, científica o espiritual.

Nada de lo que decimos, pensamos o hacemos es realmente una acción individual nuestra. Somos la fuente desde la que brota todo aquello que nos ha atravesado y que, lógicamente, al hacerlo se impregna de un poco de nosotros.

En Estados Unidos están patentando las Asanas del Yoga, en nuestro país, términos como Daoyin o Wushu/kungfu han corrido la misma suerte. Patentamos porque tenemos mucho miedo de que otros estén viendo lo mismo que nosotros y pretendan aportar su visión personal de ello. Patentamos porque nos olvidamos que estos conocimientos no son nuestros, no son sino de una humanidad implicada siglo tras siglo en transmitir lo que sabían a las futuras generaciones. Quizá hemos descuidado la generosidad natural del ser humano por un ejercicio continuado de desagradecimiento hacia todo aquello que nos rodea.

Olvidamos darles diariamente las gracias a nuestros padres por habernos dado el entorno que nos ha permitido progresar en la vida. Olvidamos que los ancianos que cobran «la paga» se han partido el pecho y la espalda levantando este país en ruinas desde hace tantos siglos ya. Olvidamos que las artes marciales, las corrientes filosóficas, las prácticas psicofísicas, son expresiones humanas intemporales que no pueden ser propiedad de nadie.

El ejercicio de nuestras enseñanzas, la actividad pedagógica, el esfuerzo económico en la difusión tiene que tener una evidente contrapartida económica en un mundo que ha utilizado este valor como eje direccional de su actividad social, pero no podemos apropiarnos de estos elementos para que otros no los puedan realizar igual que lo hacemos nosotros. No podemos decir que este o cualquier estilo es exclusivamente representado por mí o por aquél. Sería una muestra de soberbia garrafal que, de haberse dado en otros tiempos, habría impedido que estos conocimientos nos alcanzaran a estas alturas del siglo XXI.

Hay que pagar muchas cosas, hay que afrontar muchos desvelos en la difusión y en el desarrollo de los sistemas que practicamos, pero si para poder hacerlo tenemos que impedir que otros lo hagan, nuestra actividad será perversa de origen. El conocimiento de la humanidad pertenece a la humanidad y deberíamos ejercer la humildad suficiente para que esta idea nuclear de nuestra evolución no se pierda. Millones de personas ofrecen sin cargo sus conocimientos, sin patentes limitantes. En un mundo en el que comienzan a patentarse hasta los virus, tendríamos que dar un paso al frente y, dejando que los listos incompetentes habituales se estrellen en su propia inmundicia personal, desarrollar y difundir lo que sabemos de forma humilde, responsable, generosa y con todo el amor que la humanidad se merece. Una humanidad sin blancos ni negros, sin hombres ni mujeres, sin listos ni torpes, una humanidad de hermanos comprometidos en su conjunto para elevar el concepto del ser hacia su cota más alta. A ver si somos capaces de hacerlo.

Desapego

Desapego

En este comienzo de septiembre siento la habitual música infantil del comienzo del curso escolar en mi ventana. Vivo cerca de un colegio que a veces pienso que puede tratarse de un lugar en el que se mata a los niños. Por supuesto estoy ironizando.

Los niños lloran, lloran amargamente cuando ven partir a sus padres como si los abandonaran en el desierto y los buitres estuviesen ya circunvolando el cielo esperando su merecida merienda infantil.

Estos gritos, estos llantos terroríficos y tantos padres retornando a sus trabajos con lágrimas en los ojos y con un sentimiento de culpabilidad latente nos pinta un panorama desolador en el que este momento increíblemente importante en la vida de cualquier persona se pinta de oscuridad, una oscuridad que se guardará en nuestro recuerdo hasta el fin de nuestras vidas.

Es difícil encontrar una solución directa para este problema. Los niños lloran porque es su forma de expresar el desconsuelo que sienten al ver que su padre o madre, sus protectores, la fuente de la que brota todo su sentido vital, se marchan dejándolos en otras manos. Otro mundo desconocido se aproxima y es algo aparentemente insoportable.

Cualquier padre que me esté leyendo sabrá a lo que me refiero. Por una parte nos encontramos con un sentimiento duro, contradictorio a nuestros principios morales de protección paternal o maternal. No queremos en realidad dejar a nuestros hijos, queremos que estén con nosotros. Y no queremos dejarlos porque en cualquier especie animal no se quiere dejar a los hijos hasta que no tienen la capacidad individual de valerse por sí mismos, quizá aquí puede estar el quid de la cuestión.

El ser humano no es solo un animal, es un animal social que ha sobrevivido gracias a su capacidad de contar con sus semejantes de una forma mucho más compleja y precisa que otras especies. Somos racionales, estratégicos y proyectados; somos animales que aprenden desde muy pronto una serie de valores en los que se enmarcará su acción vital el resto de sus días, con modificaciones progresivas que influirán en su discurrir y en su interpretación del sentido de su propia existencia. Nuestra complejidad nos pone ante este tipo de situaciones que contradicen el orden natural de las cosas.

No solo dejamos a nuestros hijos porque no podríamos ir a trabajar, los dejamos porque en la transferencia buscamos un entorno que les proporcione aquello que nosotros, por más formados que estemos, no podemos darles. Les ofrecemos un contacto con otros niños, les hacemos partícipes de un ambiente de estímulo al descubrimiento, un espacio en el que su interacción vigilada puede dar mucho de sí en su crecimiento mental, físico y emocional.

La calidad del profesorado, su profesionalidad, el entorno en el que se produce este proceso inicial de desapego, los colores, los otros niños y los otros padres tienen mucho que ver en la energía traumática que estamos generando habitualmente.

Quizá lo ideal sería tener en cuenta el nivel de autonomía natural de nuestros hijos y proceder a este proceso cuando este nivel de autonomía fuese óptimo. Esto no siempre puede ser así y nos tenemos que conformar con ceñirnos a programas generales estandarizados que no tienen en cuenta la particularidad de cada sujeto, la idiosincrasia individual del niño y su contexto.

Dado que conocemos el problema y dado que también sabemos cómo se va a producir la adaptación a un entorno externo al hogar de partida necesitamos prepararnos, y prepararlos, personalmente para que este proceso sea natural, pueda ser disfrutado por el niño y, en última instancia, tenga la absoluta conciencia real de que lo dejamos en breve lapso de tiempo para que disfrute de experiencias que nosotros no podemos darles. Esto requiere mostrarles elementos comparativos con la positividad que le permita sentir la experiencia sin un prejuicio negativo vinculado a su dependencia afectiva, física y mental de sus padres. También requiere que realicemos nuestro propio trabajo interior de confianza hacia la profesionalidad de sus nuevos tutores y del ambiente en el que lo dejamos. Esta confianza, no fé, debe nacer de un conocimiento exhaustivo del equipo docente, de la escuela, espacios, métodos y programación en la que nuestros pequeños desembarcan sin nosotros.

Por otra parte, sabernos imprescindibles para nuestros hijos es un sentimiento difícil de desarraigar. Debemos asumir con humildad que el mundo está lleno de personas complementarias a nuestra labor como padres, personas que se forman y que se educan interiormente para ofrecer la energía más pura en su labor profesional, con la conciencia de que están tratando con el futuro de una humanidad que no tiene muy claro a dónde va.

Toda la vida serán fases de un enorme proceso de individuación que no terminará hasta el final de nuestra vida. Compartir ese proceso en una relación sana con nuestros semejantes es una parte fundamental de toda la convivencia pacífica de nuestra especie. Quizá este primer momento, si las condiciones se han previsto con coherencia y preparado en su justa medida, pueda ser un recuerdo feliz en la memoria de las personas del mañana que podrán confiar en sus semejantes, valorar la felicidad del descubrimiento y reducir el miedo a lo desconocido cuando a lo que nos aproximamos es mostrado por otros mayores que nosotros y con más experiencia. Quizá el origen de la humildad natural del hombre dependa de que tengamos todos estos elementos en cuenta.

¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

¿Por qué enseñar Kung Fu a los niños?

 

¿Qué queremos realmente cuando inscribimos a nuestros vástagos en una escuela de artes marciales?

Los motivos son muy diversos. En nuestra experiencia como escuela infantil nos hemos encontrado de todo. Desde el típico padre que quiere que su hijo sepa defenderse, hasta el que, incapaz de mantener una mínima autoridad sobre su descendencia, decide transferirla a un entorno de disciplina como le corresponde al entorno de nuestras escuelas.

Estas motivaciones, completamente lícitas, ponen de manifiesto que hasta cierto punto se desconoce realmente el sentido y finalidad de un entrenamiento como el que hacemos.

Hemos sido testigos y cómplices absolutos de haber deportivizado las artes marciales para, sin darnos cuenta, enturbiar el verdadero sentido de la práctica, cubriendo de objetivos de gloria y reconocimiento popular lo que es en definitiva un ejercicio profundo enfocado a lo más interno del individuo.

Las fases de la vida son concéntricas. Me explico. Nuestras primeras etapas vitales se centran en la exploración y comprensión de todo aquello que nos rodea. Al llegar a la edad adulta, con una información general óptima de nuestro entorno, sea social, familiar, cultural o cualquier otro que queramos citar, utilizamos esos datos para explorar nuestro espacio personal dentro del grupo, para comprender y desarrollar nuestras afinidades y descubrir nuestro ser más profundo, un ser que emerge de toda esta amalgama de conocimientos mezclada con lo que en esencia somos, con nuestro espíritu.

Diferenciar lo adquirido de lo natural es relativamente fácil en las primeras etapas de la vida, no tanto cuando los años se nos echan encima y llegamos a perdernos en nuestros propios personajes.

A las artes marciales en general le ha ocurrido algo terrible desde el punto de vista de su sentido interno más profundo. En primer lugar se las ha confundido con modalidades deportivas cuyo objetivo primordial es el entorno competitivo. Es cierto que adornado de mensajes subliminales sobre el discurso de valores del deporte: «la camaradería», «lo importante no es ganar es participar», y mil y una frases más para enmascarar su verdadero sentido, que no parece ser otro que el de acostumbrarnos progresivamente a luchar por alcanzar metas venciendo a otros individualmente o en grupo.

Esta no es la visión real de las artes marciales. El objetivo no es vencer a nadie más que a nosotros mismos y hacerlo desde el esfuerzo, la dedicación, el estudio, la superación, el aprendizaje y el desarrollo de valores de gran calado social aunque muy poco valorados.

Al deportivizar el arte estamos construyendo una aberración en la que los egos campan a sus anchas para aumentar o disminuir el valor personal de aquellos que no llegan al máximo de su conjunto. No me imagino una competición de pintores intentando ver quién termina antes de pintar un cuadro o quién alcanza el grado de coloración más apropiado para la imagen representada. Es cierto que muchos pensarán que esta comparación no es muy acertada, pero no debemos olvidar que cuando nos estamos refiriendo a arte, otros elementos mucho más importantes que la competitividad entran en juego.

Es cierto que la sociedad nos pone por delante siempre entornos de competencia. Lo aceptamos, somos demasiados para que todos podamos entrar en algún sitio en primer lugar. Pero este entorno no debe gestionarse desde la lucha por entrar antes que nadie. Tendría que poderse abordar desde la lucha por ceder el paso a los menos favorecidos, por disponer del tiempo y la paciencia necesaria para entrar cuando podamos o, por supuesto, para que el colectivo dejase de premiar a aquellos «listos» que saben saltarse su turno para llegar antes que los demás.

La típica expresión de «tu hijo es un máquina», abala lo que digo en detrimento de la otra más apropiada de «tu hijo es un artista». Las artes marciales van de eso. No de máquinas que ganan a los demás, van de artistas que interpretan la vida desde las propuestas que el arte les hace como medio de expresión.

Nos motiva darles elementos de fuerza, de seguridad o de autonomía a nuestros hijos. Pero para hacer esto debemos poner el foco en su edad adulta y aceptar las fases de evolución por las que el pequeño deberá pasar hasta convertirse en un adulto firme, sereno, capaz y seguro. La seguridad en la infancia no debe proporcionarlas un arte forzado, adelantado de tiempo y de cargas. La seguridad debemos proporcionarla los adultos siendo capaces de crear entornos seguros para nuestros hijos, mecanismos que les permitan crecer tranquilamente desarrollando sus capacidades y creciendo en los valores que nuestras artes intentan transmitir.

Un niño de 5 años no debería necesitar defenderse. Tiene que hacerlo cuando nosotros no estamos, cuando él tiene que asumir esta responsabilidad de la autodefensa que le correspondería de forma natural a su tutor, a sus padres, a sus profesores o a la sociedad  en su conjunto que debería proteger este tesoro de nuestro futuro. Quizá el primer paso es que estemos más y seguir con la vigilancia de que quien debe cuidar de ellos lo hace realmente. Esto no solo debería ser una petición, debería ser una exigencia incuestionable.

El aprendizaje de las artes marciales no es una carrera de objetivos. Es un camino que se debe transitar en la medida en la que el individuo ha madurado lo suficiente como para apreciar y comprender aquello que está adquiriendo. No debemos exigir medallas o logros deportivos a personas que se están formando en la coherencia, el respeto, la colaboración y la humanidad, una palabra en bastante desuso últimamente.

Nuestros hijos pueden crecer en un entorno marcial desarrollando juegos de lucha, mejorando sus reflejos, su agilidad, su capacidad de moverse, de concentrarse o de superarse. También pueden encontrarse con almas afines y descubrir el placer de la cordialidad, la espera, la cesión y la entrega de aquello que nos es valioso.

La generosidad es uno de los pilares de nuestra práctica. Comienza por la generosa transferencia de autoridad de los padres a los profesores que toman el testigo de aportar a la vida de los pequeños todo aquello que en otros estratos de la sociedad se va perdiendo. Continúa con el generoso acto de compartir conocimientos que se establece entre el profesor y el alumno, en un camino bidireccional que le permite al maestro recordar la pureza de nuestros corazones antes de ser corrompidos por una sociedad injusta y con muchos problemas por resolver. Se mantiene con la generosa ayuda de los alumnos más avanzados a los más nuevos en la práctica. La entrega de los fajines cumplidos a los nuevos aspirantes a un grado es una muestra de este gesto que nos enseña a dar antes que a quitar. Que nos enseña a pedir antes de exigir y que nos muestra el camino para hacerlo creando un placer interior en ese acto.

Cuando dejamos a nuestros hijos en manos de un profesor o Maestro de artes marciales, le estamos confiando posiblemente lo más importante que podemos aportar a este mundo. Le conferimos la oportunidad de volcar luz en los que serán los guías del mañana, los que harán la humanidad que todos esperamos. No debemos esperar grandes exhibiciones de habilidad en cortos periodos de tiempo. Cada edad tiene un rango de posibilidades que tanto el maestro como el alumno deben explorar juntos para crecer juntos. Los premios de nuestros hijos, sus copas y sus medallas, deben ser las sonrisas felices de haber disfrutado durante una sesión de entrenamiento con sudor, esfuerzo, determinación y placer por comprender el potencial de lucha que tienen. A veces la vida nos permite fugarnos, salir corriendo, y eso es lícito en un montón de situaciones. Otras, cuando las calles no tienen salida, cuando los ángulos de fuga se han terminado, hay que disponerse a luchar. Ese es el adiestramiento marcial, desarrollar la capacidad de correr cuando se pueda y de luchar cuando no haya más remedio. Quizá ese momento no llegue nunca, pero en el camino de prepararse, de entrenar, de aprender, el alumno adquirirá los valores fundamentales de un ser humano capaz de dar y de luchar, capaz de correr o de quedarse cuando nadie se quede. Capaz sobre todas las cosas de comprender que sin esfuerzo es muy probable que sus sueños se queden solo en eso y que con la humildad firme y segura que le proporcionen sus años de entrenamiento, podrá abordar el proceso de conocerse a sí mismo sin personajes que le enturbien mentalmente la realidad de lo que es. No habrá entorno virtual que le confunda y no tendrá que probar nada ante nadie que el ya no sepa.

 Esa es la propuesta para los más pequeños, ayudarles a crecer en equilibrio, aportarle todo aquello que necesitarán en su edad adulta y transmitir a través de ellos los grandes valores que han permitido que la humanidad haya sobrevivido como conjunto en el que la esperanza debe seguir iluminando nuestro futuro.

Sub-España

Sub-España

El post de esta noche es una crítica. Intentaré que sea la crítica más certera y afilada que he escrito hasta ahora porque el motivo se merece este grado de precisión. Decía Mahatma Gandhi que la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por el modo en el que se trata a sus animales. Desde esta perspectiva, qué duda cabe de que España, entre muchos otros, estaría a la cola de la evolución moral del ser humano.

Escribo este post en caliente porque quiero que cada palabra, cada acento, cada verbo utilizado, refleje lo más fielmente posible la absoluta indignación que siento ahora mismo. Quiero que el tono interior de mis frases muestre sin sombras los sentimientos que me empujan esta noche a escribir sin freno para poder calmar, si es que escribir calma algo, la tormenta interior que se ha desatado en mí hoy al ver una noticia que he recibido sobre las fiestas de nuestros paisanos de Alhaurín el Grande, un pueblo de nuestra Málaga subespañola.

Estoy feliz de ser de donde soy, amo esta tierra porque he nacido aquí y porque, lejos de la barbarie que pretendo criticar, creo que hay mucha luz y esperanza en las personas que por causas del destino han aparecido en esta localidad para desarrollar sus vidas.

La noticia, con vídeo incluido, muestra a un grupo  de «algos» (he preferido llamarlos así porque el calificativo de personas no es aplicable a este subtipo del género humano) propinando una brutal paliza a una vaquilla hasta causarle la muerte en unas fiestas celebradas en esta localidad el 30 de mayo del presente año. Todo esto ocurrió en el pueblo de Alhaurín el Grande para deshonra de todos los que participamos en el calificativo local que nos pudiera corresponder con esta zona rural. Si quieres ver la noticia o el vídeo, muy duro, puedes pinchar aquí…

Un buen amigo pregunta de dónde salen estos monstruos. Mi reflexión me lleva a plantearme esta pregunta con diferentes sentidos y con otros elementos de búsqueda a los que inicialmente me suscitó la noticia. Personalmente creo que estos monstruos surgen de la falta de educación en valores de respeto por la vida. Esta falta de valores tan ejercida en los entornos rurales nos muestra una subespaña (he querido escribirlo así para que el calificativo no salpique a los inocentes) difícilmente digerible.

La subespaña de los ajustes de cuenta pueblerinos escopeta en mano por un trozo de terreno, la de las fiestas tradicionales en las que el punto culminante es matar por encima de todo a un ser indefenso. Esta subespaña de la que muchos se sienten orgullosos llamándola «de tradiciones arraigadas» es nuestra gran vergüenza nacional. Un subgrupo animal horrible que ha crecido en las matanzas de gatos como deporte, en el sano ejercicio, y lo digo con toda la sorna posible, de matar pajaritos con trampas o con redes. Es la subespaña de la matanza de los cerdos como un acto entrañable y de alto valor sentimental. La subespaña de los domingos a misa y el resto de la semana a la taberna. Esta es la subespaña de la violencia de género. La subespaña de planes de empleo rural fraudulentos, esta subespaña que tantos se han empeñado en vendernos como destino turístico es un resquicio de nuestros antecedentes salvajes y retrógrados. Es un resto genético de nuestro país que intenta perdurar a costa de lo que sea.

Una fiesta en la que se tortura y mata a un animal por diversión nos pone delante de la gran cuestión nuclear de todo. Un individuo que impasible, somete, tortura, observa o participa indirectamente en promover estos horrores, es una pieza de un entramado nacional de la barbarie que luego aparece en otras formas de violencia que no sabemos paliar y cuya génesis parece desconcertarnos.

El núcleo de nuestra violencia, de nuestra mala leche nacional, tiene mucho que ver con nuestra incapacidad para revisar nuestra maldad cultural, con nuestro delito común de participar, por acción o por omisión, en el fomento de un modelo de cultura en el que la atroz tortura de un ser vivo sigue siendo una fiesta, un espectáculo y una seña de identidad.

Lamento que se sientan dolidos o dolidas los que se identifiquen con toda esta basura sangrienta y pútrida que contamina la misma esencia de lo que significa ser humano. Para ellos y ellas no tengo más remedio que expresarles mis condolencias por que no hayan nacido con un mínimo intelectual lo suficientemente amplio como para darse cuenta de en qué estado de involución se encuentran. Asimismo me gustaría recomendarles personalmente que crezcan porque hacia dónde nos dirigimos esto es ya inadmisible.

Nadie debería disfrutar con la tortura de otro ser vivo. De ser así, qué duda cabe de que nos encontramos ante enfermos de inconsciencia o de maldad. Lamentable que la educación en los pueblos haya fallado, que las leyes en los pueblos hayan fallado, que la gente de los pueblos haya fallado, que la policía haya fallado y que los ancianos de los pueblos hayan fallado en su evolución al no transmitir a sus hijos e hijas los valores de respeto y humanidad que deberían haber alcanzado en su madurez como personas.

Lamento hoy enormemente ser una pieza vital de todo este entramado. Renuevo una vez más mi compromiso personal de luchar con todas mis fuerzas para apoyar cualquier iniciativa que permita reconducir esta terrible situación que nos mancha a todos de sangre, de vergüenza y de odio. Hoy es un día más de luto que preferiría no haber vivido, no al menos en esta subespaña de catetos tarados que disfrutan matando a golpes a un animal inocente e indefenso.

De qué sirve nuestro Kung Fu

De qué sirve nuestro Kung Fu

El sentido de nuestro entrenamiento a veces se desdibuja como si de una bruma otoñal se tratara. Es lógico, natural y saludable que esto ocurra, y el ejercicio derivado de esta pérdida momentánea debería ser la reflexión general a un nivel más profundo de introspección que nos permitiese fortalecer nuestros lazos con el estilo que practicamos.

Aunque parezca contradictorio, el arte marcial practicado, cualquiera que sea, debe ser inicialmente aprendido y posteriormente trascendido. Esta trascendencia, esta despedida de la estructura que nos va a acompañar durante tantos años, es la que nos permite realmente acceder a un nivel de reacción natural directo. Cuando me refiero a una despedida de la estructura no me estoy refiriendo a olvidar lo aprendido, me refiero a dejar de referenciar constantemente de forma racional todo ese contenido técnico, conceptual, filosófico y estratégico. Nuestra efectividad marcial depende en gran medida de que nuestra reacción ocurra inmediatamente en los términos en los que el estilo nos ha adiestrado, sin dudas, sin titubeos, con la máxima determinación y convicción de justicia que nuestra moralidad nos permita.

¿Por qué hay que dejar de referenciarlo? La razón de su presencia en nuestro proceso racional estriba en la necesidad que tenemos de comprender las cosas antes de interiorizarlas. Esto evita que seamos unos sujetos programables como robots que obedecen a aquello que se les dicta. Es un proceso sano que debe ser ejercitado fuera del momento del entrenamiento para ir construyendo mentalmente nuestra estructura dentro del estilo. La lógica y la calidad de la enseñanza deben hacer el resto del trabajo de interiorización.

Está claro que un entrenamiento según los patrones de los estilos antiguos nos exige una iniciación basada fundamentalmente en la fe en nuestro maestro, en el linaje, en el estilo y en la escuela en la que aprendemos. Esta fe del siglo XXI es muy diferente a la fe del siglo XVII por ejemplo. No debemos olvidar que el concepto de escuela de artes marciales chinas es relativamente moderno y que la fórmula de transmisión de los estilos era comúnmente realizada en monasterios, cuarteles o casas de guardaespaldas, sin contar las tradiciones familiares a las que normalmente no accedía nadie ajeno a la familia.

El contexto en el que estas personas aprendían era muy diferente al nuestro. Nosotros disponemos de numerosos trabajos historiográficos sobre los estilos marciales, tenemos vídeos, páginas Webs, referencias en foros y blogs sobre esta o aquella escuela y, en definitiva, ya hemos probado el plátano mental del arte antes de hincarle un solo diente.

Esta ventaja que tenemos a la postre se torna en un don poco valorado y muy mal interpretado. Esta cantidad de información fluyendo hace que entremos a valorar sabores y sensaciones a las que realmente no hemos accedido. Desde esa perspectiva se construye un entramado crítico injusto hacia los sistemas tradicionales y hacia la práctica marcial en general que puede desmotivarnos en el esfuerzo de aprender y trascender que apuntábamos al principio.

El valor y efectividad de un estilo resulta muy difícil de demostrar en tanto que la situación en la que se ponga a prueba, se evalúe, esté en el límite real para el que fue diseñado. Hablamos de modelos de finalización física en los que el dominio del oponente contrario no era, en la mayoría de los casos, la prioridad. Urgía la finalización inmediata para salvaguardar la vida sin prolegómenos, sin juegos y sin muchas opciones de intercambio.

Esto nos aleja mucho de tener la posibilidad de valorar el grado de efectividad de un estilo en tanto que siempre que queramos probarlo lo estamos castrando de antemano. ¿Cómo podemos valorar entonces la efectividad de nuestro sistema? Resulta casi imposible que la técnica que aparece en los estilos tradicionales pueda ejecutarse a modo de prueba con un individuo cuya vida e integridad física debemos respetar. No solo eso, tenemos que preguntarnos si lo que buscamos es realmente una práctica marcial tradicional o si queremos acceder a una de las múltiples fórmulas de deportes extremos que nuestra sociedad insiste en desarrollar.

La vía marcial es otra cosa. Aunque muchos nos hemos tirado al barro a veces con exhibiciones sin sentido para hacer creer al público que las películas de los 70 y 80 tenían algo de verdad, la realidad del entrenamiento de los sistemas tradicionales va por otros derroteros.

El entrenamiento exige una conexión directa desde el corazón del practicante con el mensaje de su maestro. Es un mensaje que apunta a una progresión continua en su propio autoconocimiento. El conocimiento de sus emociones positivas y negativas, el conocimiento y progresión de sus límites físicos y psíquicos, el conocimiento de su actitud en la interacción con sus semejantes. A través de la práctica tradicional no se trata de vencer a nadie más que a nosotros mismos para estar debidamente preparados ante los baches de la vida, generando aceptaciones fundamentales, nucleares, para la felicidad del individuo. Aceptar la muerte como una fase de la vida y no como una derrota, aceptar la soledad como destino final al que todos nos iremos acercando tarde o temprano, nos permite vivir intensamente, sin virtualidades, el ahora constante en el que discurre realmente nuestra existencia consciente.

Ser capaces de vivir realmente. Ese es nuestro objetivo a través de una inmersión inmediata en el presente del entrenamiento, un presente en el que el esfuerzo, la concentración, los valores profundos de hermandad y honor en los que se basan esta disciplinas, nos encajan perfectamente para «demostrarnos», ahora sí, que es posible vivir sin proyectarse hacia delante o hacia atrás. Que es mucho más importante el ahora que el mañana incierto. Que lo que ocurrió ayer no debería atormentar un presente en el que aquello ya no es más que un leve eco desaparecido.

Esta demostración debería ser la que respondiera a nuestras preguntas sobre la validez del sistema. Esta demostración diaria en el entrenamiento debería afilar nuestro sentido común tanto que pudiésemos cortar con él todos estos mensajes subliminales que intentan alienarnos para  crear una cultura de pensamiento homogéneo.

Pensar libremente comienza por fijar un punto real de partida para ese pensamiento. Actuar libremente depende de que ese pensamiento y nuestra acción reflejen, por si solos, la necesidad que tenemos de armonía con todo lo que nos rodea. Ese eje de reflexión nos podría acercar poco a poco a la orilla de nuestra búsqueda real, esa que no nos atrevemos a plantearnos debido al gran murmullo constante que nos han metido en la cabeza. Quizá sentir como ese murmullo va perdiendo su poder puede ser una verdadera demostración de que nuestros sistemas realmente funcionan.